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Por Alberto Borrini |

Debate: Un debut promisorio

El columnista de Adlatina reflexiona sobre la importancia institucional del primer debate televisado desarrollado recientemente en Argentina. “Las críticas, los comentarios, las comparaciones con otros sistemas más desarrollados servirán, de aquí en más, para perfeccionarlo”, dice Borrini.

Debate: Un debut promisorio
Borrini: “Es preciso evitar que la televisión, medio en el que la información hace rato que se ha rendido incondicionalmente al entretenimiento, convierta al debate en un teleteatro”.

Es el primer debate entre candidatos a ocupar la Presidencia de la Nación; el que instaló definitivamente la figura de ese recurso esencial en las campañas electorales argentinas. Desde ahora, ya nadie tendrá motivos para rechazarlo o esquivarlo. Los razonables cargos que pueden hacerse a los ocasionales participantes de la primicia en rigor no son sólo de ellos, sino fundamentalmente de las reglas de juego establecidas para que por primera vez pudiera hacerse, superando así una cultura política adversa a un recurso imprescindible para los votantes pero de sumo riesgo para los participantes, en especial para los que se sienten ganadores, menos interesados en evitar un interrogatorio incierto que en continuar el monólogo más seguro, unilateral, de la propagada.

Había que concretar ese primer debate contra viento y marea, y se logró. Había que sentar el precedente. Las críticas, los comentarios, las comparaciones con otros sistemas más desarrollados servirán, de aquí en más, para perfeccionarlo, porque éste fue tan desteñido que no sirvió a los candidatos, cuyas posiciones en las encuestas no habrían variado, ni a los votantes, que no consiguieron saber más de ellos que lo que ya sabían.

La entidad organizadora, la Cámara Argentina de Productores Independientes de Televisión, Capit, presidida por Alejandro Borensztein, debió acordar con todos los involucrados, y las reglas surgieron de esas negociaciones. El fallido antecedente del debate anterior, el 4 de octubre, no ayudaba precisamente a insistir; el rechazo de uno de los principales candidatos, Daniel Scioli, condenó de entrada la iniciativa. No pudo hacerse. ¿Quién fue el mayor responsable de que esta vez se hiciera? La ciudadanía que decidió con su voto que hubiese una segunda vuelta, y consecuentemente un debate ineludible entre los dos participantes que llegaron a la recta final.

Primera observación. Un solo debate, de poco más de una hora y con tantos temas, se sabía que iba a presionar a los candidatos para no apartarse de un libreto pensado hasta en sus menores detalles, porque después de gastar tanto dinero en las campañas, un solo gesto desafortunado, una palabra comprometedora, o una reacción descontrolada, a pocos días de los comicios, podía resultar fatal para el que resultara derrotado.

Los países en los que, desde hace décadas, los debates ya ni siquiera se discuten, acuerdan con los candidatos y los medios realizar varios encuentros, por lo general tres, número que permite ser más audaces a los contendientes, arriesgar más, sabiendo que siempre hay posibilidad de recuperación ante la audiencia en las sesiones siguientes.

Otra observación corresponde a los titulados moderadores. En el reciente debate, los tres que ejercieron este rol se limitaron a controlar celosamente los tiempos asignados a cada participante. Ninguno de ellos hizo, porque no figuraba en lo pactado, observación alguna durante el debate. No obstante, es absolutamente necesario que los moderadores realmente moderen; que intervengan y que reclamen al candidato remiso a responder las preguntas que se le formulan, a menos que se expongan a quedar en evidencia ante millones de televidentes.

Finalmente, es preciso evitar que la televisión, medio en el que la información hace rato que se ha rendido incondicionalmente al entretenimiento, convierta al debate en un teleteatro. Acaso sea éste el hueso más duro de roer: lograr que los televidentes cambien el chip y asuman la importancia decisiva del presunto espectáculo. No está en juego un viaje a Miami, como en cualquier certamen televisivo, sino el presente y el futuro del país.

Borensztein recalcó, en un reportaje concedido al diario La Nación el día anterior, que un “un debate presidencial no es un espectáculo”, que por el contrario es “un acontecimiento de altísimo valor institucional, al que nosotros les pusimos las cámaras”. Las cámaras de todos los canales, por lo cual la audiencia del debate fue tan alta como la de una final del Mundial de Fútbol. Lo mismo ocurre en los Estados Unidos, donde sin necesidad de hacerlo divertido el rating suele alcanzar, e incluso superar, la marca de la final del Superbowl de béisbol.

Pero para llegar a este punto de madurez hace falta también que algunos críticos no sigan exigiendo al debate que sea entretenido, ni juzgando a los contendientes por su capacidad oratoria. La finalidad del debate no es privilegiar a los buenos locutores, sino a políticos que puedan demostrar los mejores antecedentes en materia de capacidad para gobernar, valores éticos, firmeza de carácter y credibilidad, necesarios para enfrentar con autoridad y coraje los primeros desafíos, algunos de ellos impopulares, de su gestión.