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Por Alberto Borrini |

¿Cliente ganado, cliente frustrado?

¿Cliente ganado, cliente frustrado?

La atención posventa al consumidor, al menos desde que cunde la consigna impulsada por la inflación “comprar para ahorrar”, es la parte más débil en la relación de los dos polos básicos del consumo. Es difícil de comprender, porque por otro lado los entendidos aseguran que cuesta menos y rinde más conservar un cliente en cartera que salir a competir por uno nuevo.
Hasta ahora, la atención al cliente suele tener visos de hipocresía: mi celular cuando lo prendo me dice “¡Hola, Alberto!”, como si fuésemos amigos de toda la vida, pero no pasa de ahí, aparte de que lo activo yo mismo. Como tantas otras cosas, aparentemente es más costoso en tiempo, dedicación y dinero para los proveedores cumplir con el contrato suscripto con cliente después de venderle un producto o instalarle un servicio, que tratar de calmar la conciencia a través de invitaciones a recitales o a cualquier sucedáneo artístico o cultural.
Pero creo que la mayoría de los usuarios deseamos elegir el entretenimiento que se acomoda a nuestros gustos personales, y recibir el trato que merecemos de los vendedores.
No es mi intención abusar del tiempo de los lectores para plantear un problema que todos, de alguna manera, conocen y padecen en carne propia. En cambio me parece honesto informar que estoy encontrando algunas señales de una mayor consideración con los clientes, que pueden parecer demasiado sutiles, y con razón, en una sociedad en que muchos perdieron en vocabulario elemental de la cortesía. En la que cuesta mucho decir “gracias”, pese a que no cuesta nada, ni daña, todo lo contrario, una sobredosis. Tanto que a veces pienso si no habría que comenzar por allí, por el agradecimiento, el ideal de alcanzar una mejor calidad de vida en nuestro tiempo.
Pero la paciencia no es una de nuestras cualidades sobresalientes. Recuerdo a un candidato que, ante la pregunta de cómo comenzaría, de ser elegido, la trasformación del país, dijo que por la calle. Sí, confirmó, si aprendemos a comportarnos, a llevarnos bien entre nosotros, a respetar los semáforos, a no intentar sacar ventajas a costa de los demás, el cambio sería lento, pero concreto y palpable. Su programa debió parecer poca cosa a los votantes porque no llegó a ganar. Lástima.
Pero yendo a la médula de esta columna, y haciendo pie en una de las mayores fuerzas con que contamos, la del lenguaje, advierto empíricamente que cada vez es más notorio, en cafeterías y restaurantes, que camareras y camareros se interesen por lo que acaban de servir y pregunten si estuvo rico. Esa cortesía mínima impresiona tan bien que, incluso si no fue una experiencia culinaria excepcional, hay que ser muy mal nacido para no agradecer al servidor su gesto.
¿No será éste el principio del cambio en los valores esenciales de la convivencia que venimos esperando infructuosamente, persiguiendo cambios mucho más ambiciosos y mediatizables desde hace tanto tiempo? “Argentinos, a las cosas”, nos retó Ortega y Gasset hace siete u ocho décadas. A todas las cosas, entiendo, porque cualquiera de ellas sería el lapso que restemos al tiempo excesivo que dedicamos a hablar de todo sin concretar nada.