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Por Alberto Borrini |

Sin fútbol las campañas son el pasatiempo de moda

En vísperas de las elecciones primarias en Argentina, Borrini reflexiona sobre las campañas políticas en el país y el ejercicio de la ciudadanía.

Sin fútbol las campañas son el pasatiempo de moda
Borrini: “El marketing es el arte de vender, y depende de cómo se lo utilice. No es lo mismo ‘vender’ un candidato, por más que algunos siguen insistiendo en la condición común de ‘producto’”.

Una famosa novelista de visita en el país, hace un par de meses, sentenció que “la política es el entretenimiento favorito de los argentinos”. Se conoce que no había reparado aún en las campañas políticas, fuente de inspiración de los más populares humoristas, su lado más divertido, al tiempo que motivo de justificada inquietud de los especialistas.
Politólogos, columnistas, encuestadores y sociólogos no alcanzan a disimular el nivel de opacidad, engaño, deslealtad y violencia en que se está abismando la comunicación de los que compiten por un cargo público.
¿Podremos reaccionar a tiempo para entrever la verdadera personalidad de los candidatos entre tanto zafarrancho electoral, que muchos miran sin ver, o seguiremos tan apáticos e indiferentes ante una consulta en que se decide a quiénes daremos las riendas del gobierno?
Hemos vivido tantas experiencias, en campañas del pasado, que si volvemos un poco la mirada encontraremos respuesta a los dilemas de hoy. Sucesos en general más amargos que dulces. No olvidemos que alguna vez, no tan lejana, las campañas tocaron fondo cuando para ganar pantalla los candidatos más respetables aceptaron “Ir a la cama con Moria”, el programa más vulgar pero líder en audiencia. Todavía no se ha borrado de mi vista a Jarovslasky metido entre las sábanas, tratando de tener un respiro para difundir su plataforma electoral.
Pero también hubo ráfagas en sentido opuesto. Una de las más alentadoras fue el anuncio publicado, en 1962, por la Unión Cívica Radical del Pueblo. Después de referirse al alto costo de las campañas en ese momento, y de no tener suficiente dinero para poder competir con las organizaciones o candidatos más poderosos, aludió dramáticamente a esa grave carencia con un título sincero y frontal: “¡Y no tenemos con qué!”. Los lectores pueden ver una reproducción en El siglo de la publicidad (Atlántida, segunda edición 2004). Ese obligado blanqueo de la campaña no prosperó, al punto que visto desde la realidad actual, parece de otro planeta. 
Son anécdotas, representativas de distintos momentos históricos, pero que no deben extraviar el enfoque de los problemas de fondo. Como la pérdida progresiva de la transparencia de origen, que a partir de la irrupción profesional de la televisión, en nuestro país desde 1983 con la campaña de Raúl Alfonsín, permitió seguir las campañas en vivo y en directo desde el hogar.
¿Quién podía llegar a imaginar, entonces, que la nueva herramienta iba a traicionar ese acceso directo en un teleteatro que apenas se diferencia del resto de la programación de los medios audiovisuales? Teleteatro que en un país que se desespera, o se aburre, por la falta de su deporte favorito, pasó a ser el entretenimiento de moda.
La televisión además, por su lógica interna, ayudó a que los candidatos sean vistos como celebridades, cuyo éxito depende más de su desparpajo mediático que de sus antecedentes como gestor que garantizaría un mejor desempeño como gobernante. Conviene intercalar aquí una de las explicaciones que dio el sociólogo Daniel Boorstin, director de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, su país; “El héroe era un buen hombre, la celebridad es un buen nombre”. Una figura que se alimenta a sí misma y de la ignorancia de los demás, convirtiendo la comunicación en figuración.
Suelen atribuirse al “marketing” político los desaciertos de las últimas elecciones, en especial a las vacías y caras de 1999, que produjo el rebote de 2003, las más austeras de las dos o tres décadas anteriores. El marketing es el arte de vender, y depende de cómo se lo utilice. No es lo mismo “vender” un candidato, por más que algunos siguen insistiendo en la condición común de “producto”.
Así, equiparando las plataformas electorales con las góndolas de un supermercado no conseguiremos nunca, lo demuestra el pasado más reciente, recuperar la identidad, la transparencia y la moderación de los gastos inmolados al empleo de fuentes de financiación ignotas, oscuras y difíciles de detectar sino directamente prohibidas.
No es un secreto que el costo de las campañas es cada vez más alto y que disponer del dinero para solventarlas puede influir en el resultado. El comportamiento de un candidato en campaña, desde la racionalidad de sus promesas hasta la magnitud de lo que gasta, pasando por el respeto de leyes y normas creadas para proteger a los votantes, podría no diferir demasiado de lo que hará si gana como funcionario. Por eso es importante prestar atención crítica a lo que hace y dice en este prólogo de los comicios que son las campañas, sobre todo cuando es obligado a salirse del libreto minuciosamente amañado por los asesores de acuerdo con las encuestas y debe improvisar en debates o incisivos careos periodísticos ante millones de espectadores. El que se expone así, sin red, es, hasta donde puede averiguarse, lo más parecido al que si gana hará como gobernante.
¿Es mucho pedir que una vez cada dos meses el potencial elector dedique unas horas de su tiempo a repasar toda la información disponible sobre los candidatos, haga su propia síntesis y confirme o corrija su elección? El ejercicio de la democracia demanda mucho más que votar. Mucho más que ejercer simplemente un derecho constitucional. Es asumir plenamente la condición de ciudadano. Quien por indiferencia, o por pereza no lo hace, no tiene derecho a quejarse si el trámite, del que realmente no participó, defraudó sus expectativas.