Publicidad > Argentina | EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Por Alberto Borrini |

¿Sobreviviremos a las campañas electorales?

Lo que debería ser un disfrute es lo más parecido a un sufrimiento, afirma Borrini.

¿Sobreviviremos a las campañas electorales?
Borrini: “La desigualdad de recursos termina cuando se encienden las cámaras del debate y una mayoría de electores pueden confirmar o corregir su intención de voto antes de ir a las urnas”.

Las vísperas de las elecciones fueron, hasta hace unas pocas décadas, una celebración anticipada de la democracia que tanto nos costó recuperar. Pero hoy, lo que debería ser un disfrute, es lo más parecido a un sufrimiento.

En muchos países ocurre por distintas razones; en la Argentina, porque las campañas se han vuelto tan encarnizadas, insultantes y violentas que uno se pregunta si podrá sobrevivir a tanto desatino sin seguir bajando el poco crédito que nos inspira la clase política.

En un escenario tan caótico y opaco, un debate público e imparcial, convocado por una organización insospechable y conducido por especialistas idóneos aportaría algo de la transparencia perdida. Debería ser obligatorio por ley, como en los Estados Unidos, donde nacieron, o en Alemania, por citar sólo a dos ejemplos, o al menos aprobado sin resistencia por todos los candidatos, porque es el recurso que aporta más información indispensable, iguala las posibilidades de todos los participantes y que comparativamente es menos oneroso que la mayoría de los que componen el cada vez más nutrido marketing editorial.                                                                                                                                                            

Pese a que los argumentos en favor del debate son fáciles de comprobar, en todas partes la compulsa es fogoneada por los que aspiran, por ese medio, a acortar distancias con los “incumbents”, que compiten desde el poder, o con otros postulantes. El debate es una pirueta sin red ante cientos de miles de espectadores en vísperas de emitir el voto. En eso reside su utilidad y su encanto.

En nuestro país, la posición sobre los debates ha sido, últimamente, errática y contradictoria. En 2003, en las campañas previas a la primera vuelta, todos los postulantes se negaron a debatir, con la excepción de Ricardo López Murphy; el menemismo, cuando todavía creía que podía superar a Néstor Kirchner, lo retó a un duelo ante las cámaras que su oponente rechazó. “Si él no quiere, al menos que lo haga su patrón”, retrucó el riojano, aludiendo a Eduardo Duhalde.

Kirchner le respondió que no estaba dispuesto a debatir con el pasado. Pero unos años antes, en 1989, había sido Menem quien se había negado a enfrentar públicamente a Eduardo Angeloz, posición que quedó reflejada en el anuncio del candidato radical “La silla vacía de Menem. No se esconda, gobernador Menem”. Publicidad que figura en todas las antologías.

Las diferencias acerca de los debates suelen sustentarse en las condiciones que exige cada una de las partes. Por ejemplo este año, 2017, Cristina Kirchner rechazó hacerlo en una señal de televisión, y se inclinó por una universidad, siempre que se eligiera, claro, la que ella postula y que le brinda mas seguridades. Otros, en cambio, dicen estar comprometidos con TN, donde se realizaron algunos de los anteriores. Aunque conviene alertar que tampoco es la salida más idónea, porque enmarcada en un medio que privilegia el entretenimiento por sobre la información, favorecería a los candidatos más histriónicos, carismáticos y mejor entrenados para actuar ante las cámaras. Y ya sabemos cómo nos ha ido con esta manera de seleccionar a nuestros gobernantes.

En los Estados Unidos, Ronald Reagan, con trayectoria artística y experiencia como funcionario, era difícil de superar, por lo cual fue bautizado irónicamente por un conocido especialista como “el mejor espectáculo de la televisión” Pero ganó porque esta cualidad no era la única que ofrecía en ese momento, ni siquiera la principal.

En rigor, entre nosotros no es sólo el debate en sí mismo, sino el contexto político y mediático en que se realiza lo que acaso más condiciona a una herramienta esencial en elecciones democráticas. Los postulantes saben que hay una interacción cada vez más estrecha entre las campañas, las encuestas y el entrenamiento televisivo; para cualquiera de ellos, sentarse a la mesa de Mirtha Legrand, asomar en los concursos de baile de Marcelo Tinelli o gestionar una maratón individual en los programas políticos nocturnos más influyentes resulta más rápido, eficaz y menos riesgoso que someterse a un debate público con árbitros imparciales y expuesto a reacciones, propias y de los rivales, que pueden desnudarlo ante la audiencia.

Los debates están, por un lado, vinculados con la ética, virtud que con el paso del tiempo se ha ido desdibujando; pero por otro son una pieza clave del marketing electoral que no descuida ninguno de los candidatos.

Los elencos de asesores y publicitarios son cada vez más nutridos y cubren todas las variables de la promoción, desde la publicidad hasta el timbreo domiciliario, pasando por las giras, las conferencias de prensa, la promesa o el estreno de obras públicas y los eventos. Los recaudadores son también esenciales en campañas reñidas, largas y tan costosas que a veces obligan a los participantes a contraer deudas o nutrirse económicamente con fuentes de financiación oscuras e ilegítimas, y que pueden comprometer su función como funcionario apenas asumen.

En los Estados Unidos los debates son organizados por universidades de prestigio que compiten por ese privilegio, porque suelen alcanzar una audiencia tan cuantiosa como la que provoca la final del fútbol americano. Los participantes aceptan y respetan rígidas reglas impuestas sobre preguntas, respuestas, tiempos en cámara y demás detalles que garantizan la igualdad de oportunidades para todos los participantes.

La desigualdad de recursos termina cuando se encienden las cámaras del debate y una mayoría de electores pueden confirmar o corregir su intención de voto antes de ir a las urnas.