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Por Alberto Borrini |

Cómo ser buen espía y no morir en el intento

Alberto Borrini reflexiona sobre el acto de espiar, alimentado por las nuevas posibilidades técnicas.

Cómo ser buen espía y no morir en el intento
“The Secret Agent” y “El libro de cabecera del espía” son los libros sobre el tema que recomienda Borrini.

¿Somos todos espías? No sé si la curiosidad por entrar en la intimidad de los demás viene de fábrica, como algunas piezas vitales en los autos, o tiene que ver con la facilidad para el trámite que nos dan los adelantos tecnológicos. Pienso que al menos éstos incentivan la tentación de espiar, al mismo tiempo que la necesidad de blindarse para evitarla. Parece un juego pero se está convirtiendo en una adicción. O en una obsesión.
En la sociedad digital los chicos, que acceden a su primer celular poco después del destete, se quejan de que los padres utilizan sus claves para espiarlos. Sus padres se molestan porque, dicen, lo hacen para protegerlos. En Europa, las empresas ya no podrán espiar los mails de sus empleados porque pueden ser demandadas si las denuncian.
Acabo de leer en un periódico que la defensa de la privacidad en la era del celular ha llegado a las relaciones de pareja. Los esposos tienen que decidir si comparten la clave del celular personal o no, tras un fallo que decretó que espirar el celular personal del otro es delito. Me parece bien que se pongan de acuerdo, porque sería grave descubrir que el espiado en un hacker, buscado por Interpol por cometer graves delitos internacionales, en cuyo caso el espiador podría ser considerado cómplice. Mejor no saber en este mundo cada vez más extraño e incierto.
Creo que al paso que vamos, no tendremos que esperar mucho hasta que el espionaje, de toda clase, integre el catálogo académico de alguna universidad, incluso con nivel de Maestría. Hasta los gigantes de internet están preocupados; quieren evitar que organismos del propio gobierno, o de otros países sospechados de prácticas ilegales se infiltren en sus sistemas para manipularlos a su antojo.
Y así llegamos al punto que quería llegar: el espionaje, una práctica que los ejemplos anteriores pueden tomarse como poco significativos, comparados con el espionaje que involucra a organismos de inteligencia de un país y a sus indefensos ciudadanos. Ocurrió en el nuestro. Argentina debió ser el único país que, en tiempo de paz, sin siquiera riesgo de guerra fría, ni enemigos peligrosos a la vista, contó con un costoso y perverso organismo de seguridad subsidiado para investigar a sus propios contribuyentes. Por suerte fue desmontado el año pasado, y ya no es más que un ingrato recuerdo.
Los buenos lectores, o amantes de las películas clásicas, recordarán seguramente el libro de Conrad, después convertido en guión, The Secret Agent, que narra los entresijos del espionaje en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial. Pero no es ésta la obra con la que quería finalizar esta vez, sino con otra de Graham y Hugh Greene, plena de humor ironía e inventiva, El libro de cabecera del espía
(Sur, Buenos Aires, 1973), que todavía puede encontrarse en alguna librería de viejo. Es una antología del género, en que el autor reconoce de entrada que es difícil desentrañar la verdad de la ficción. No avanzo más en el contenido porque no quiero privar a los lectores más dedicados el placer de recorrer sus páginas.