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Por Alberto Borrini |

El buen debate, único momento de una campaña que pertenece al pueblo – Segundo episodio

La segunda entrega de una historia de los debates electorales en los principales países democráticos.

El buen debate, único momento de una campaña que pertenece al pueblo – Segundo episodio
El columista de Adlatina continúa opinando sobre los procesos electorales.

No escapa a los vencedores que poner la cara en cualquier lado, siempre que haya cámaras encendidas, es difícil de medir, mientras que un debate público en serio es mucho más comprometido y tiene consecuencias, sobre todo para los mejor posicionados hasta ese momento según las encuestas. Todos arriesgan en un debate imparcial, honesto, bien organizado e incisivo, justo antes de someterse a la voluntad popular. Son, ejemplificó el consultor norteamericano Alan Schroeder, como “esos trapecistas que vuelan de punto a otro sin red”. Schroeder asesoró a varios candidatos y funcionarios del más alto nivel. Confesó su admiración por el dominio escénico y la prestancia televisiva de Bill Clinton, de quien aprendió, dijo, “los secretos de actuar ante las cámaras y salir airoso de los duelos verbales y gestuales más peliagudos”. Consejos que valen también para todos los que buscan el atajo de la fama, periodistas incluidos. Hace unos años, cuando algún principiante me visitaba, mi primer consejo era que estudiase teatro. Yo no lo hice porque mi vehículo casi exclusivo era la prensa escrita, pero igual terminé parlamentarlo.

Pero no todo depende únicamente del candidato. Mucho ayuda a histriónicos y carismáticos, una prensa superficial que alza la voz cada vez que, a su juicio, las campañas, incluso los debates “se ponen aburridos y traicionan las reglas de juego del espectáculo”. Pero las campañas de un candidato a presidente, a quien delegamos nuestro presente y futuro durante cuatro años, merece ser vista como un pasatiempo. Si no empecinamos en ese enfoque, es bueno repasar la historia reciente y constatar cómo nos ha ido en Argentina con su aplicación.

Las campañas suelen tener, en todas partes, momentos hilarantes, a menudo de mal gusto y últimamente violentas, salvajes en ocasiones. Pero en los países con democracias más asentadas evitan que la mala praxis lleve a perderle respeto y adhesión a un sistema que hay que cuidar permanentemente. Solemos olvidar esta premisa en el nuestro, pese a que recobrarla, tras décadas de autoritarismo e improvisación, costó sangre, sudor y lágrimas. Campañas y debates, encuadrados en la frivolidad de un teleteatro, producen desencanto y resignación. Los debates en serio quiebran el paradigma. Sus adherentes no le piden peras al olmo. Son conscientes de que los debates no deben ser juzgados como lo que no pueden ni deben ser, un espectáculo entretenido, aunque no necesariamente ser tediosos. Los más reñidos son sostenidos por un choque real de ideas, tan movido como una serie y del que es tan difícil sustraerse.

 

Primer episodio