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EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI

¿Tendremos alguna vez un verdadero debate electoral?

El columnista de adlatina.com reflexiona sobre la importancia del debate político televisado, y rememora algunos míticos intercambios como el de Nixon-Kennedy; y el de Reagan–Mondale.

¿Tendremos alguna vez un verdadero debate electoral?
Borrini: "Nunca hubo en nuestro país un debate con el rigor y el alcance profesional de los que se hacen en los Estados Unidos".

Nunca hubo en nuestro país un debate con el rigor y el alcance profesional de los que se hacen en los Estados Unidos, donde nacieron, desde que vivimos en democracia. Y a medida que crece su necesidad, nos duele más su ausencia.

¿Podrá realizarse algún día? No hay que perder las esperanzas, pero las circunstancias de momento no parecen muy propicias. El gobierno anunció, en mayo último, que se propone sancionar una ley que obligue a los candidatos presidenciales a debatir, pero pocos esperan que, de aprobarse, la norma garantice la imparcialidad y la honestidad que caracteriza, en este aspecto de las campañas, a los países del hemisferio Norte.

Entretanto, y desde hace unos años, venimos asistiendo con ese nombre a publicitados intercambios televisivos que algunos llaman impropiamente “debates”. Son motivados en el mejor de los casos por la buena intención periodística de llenar, de alguna manera, un vacío largamente reclamado, o simplemente por el interesado deseo de las emisoras de ganar audiencia, con la complicidad de los postulantes, desesperados por tener pantalla y darse a conocer rápidamente en momentos en que las campañas deben ajustarse a las reglas de la política-espectáculo.

Los debates deben ser un servicio a los votantes, en primer término. No reconocen ninguna deuda con el entretenimiento, pese a realizarse en un medio, la televisión, que privilegia esa condición. Su deuda es con la transparencia. Janet Brown, quien desde hace casi 30 años es titular de la Comisión de Debates Presidenciales de los Estados Unidos, “es el único recurso de la campaña electoral que sigue perteneciendo al pueblo”, dijo Brown. De visita en nuestro país en noviembre del año pasado, añadió que es “como la entrevista filtro para el trabajo de Presidente. Como si los ciudadanos le dijeran a su candidato ‘si quieres este puesto, nosotros te vamos a entrevistar a través del debate’”.

La Comisión que dirige Brown es una organización sin fines de lucro que no recibe dinero del gobierno ni de los partidos políticos y que, para garantizar su independencia, no está ligada a ninguna cadena de televisión. Se hacen en una universidad, elegida entre las muchas que se postulan debido a que el Debate Presidencial tiene un ranking comparable con el récord que obtiene el Super Bowl, el máximo acontecimiento deportivo.

Es también la única ocasión que tiene el electorado de escuchar a los candidatos sin guiones previos; una verdadera prueba de fuego para sus reflejos mentales, convicciones políticas y presencia de ánimo, porque cualquier error, por mínimo que sea, puede ser fatal y destruir en segundos lo ganado con la campaña electoral.

Para el público en general, los debates televisados comenzaron a principios de los ’60, cuando un bien plantado ante las cámaras John F. Kennedy, de aspecto rozagante, se enfrentó con un Richard Nixon sin carisma y, además, de aspecto enfermizo debido a que acababa de salir de un tratamiento médico. Kennedy ganó por puntos el examen televisivo; los que siguieron el trámite por radio, en cambio, estaban convencidos de que había ganado Nixon. Pero en realidad los debates políticos norteamericanos ya tenían una larga experiencia en la era preimagen de la radio.

Me tocó asistir personalmente, en 1984, al momento culminante de un debate muy esperado y decisivo. Había llegado a Washington unos días antes para observar de cerca las campañas electorales. Pero llegué tarde y no pude hacer entrevistas. Un consuelo fue asistir al segundo debate, con algunos colegas norteamericanos y un veterano corresponsal político argentino.

Ronald Reagan, que iba por la reelección, había perdido el primer encuentro con Walter Mondale, candidato demócrata,  y la expectativa ante el segundo se podía palpar. Reagan esta vez era algo resistido por su edad, 73 años, y se suponía que Mondale esperaría la ocasión para noquearlo.

Pero ocurrió lo contrario. Después de algunas fintas, un traspié dialéctico de Mondale permitió a Reagan pasar a la ofensiva. “No quiero aprovecharme de la juventud y falta de experiencia de mi oponente”, dijo. La osadía causó risa a Mondale, y mi amigo, sentenció: “Ya está. Ganó Reagan”. Y nadie le discutió.

No estuve de acuerdo con él, pese a que Reagan, como predijo, ganó la reelección. En primer lugar, porque Reagan venía de hacer una buena presidencia, durante la cual borró el desánimo generalizado que había provocado la derrota en Vietnam, y enfrentó con firmeza los rigores de la  Guerra Fría. En 1981, semanas después de ser elegido, al salir de una conferencia, fue objeto de un atentado que acentuó ante la opinión pública su coraje. Una bala le hirió un pulmón, pero su primera reacción consistió en intentar asistir a su asesor de prensa, que resultó muerto. Llegó a ser muy popular. Para la reelección, se rodeó del mejor equipo de asesores, encabezado por Dusenberry y tocó las fibras más emotivas de la ciudadanía con un spot excepcional llamado “Amanece de nuevo en América”. Fue ese nuevo comienzo, ese nuevo amanecer, lo que muchos deben haber recordado durante el reñido debate.

    

 

      

Alberto Borrini

Por Alberto Borrini

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