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REFLEXIONES LIGERAS

Los argentinos en la calle

Aunque el mito diga lo contrario, los argentinos conducimos mal, y el tránsito diario es un espejo de muchos de los problemas de convivencia que azotan a la sociedad.

Los argentinos en la calle
Por Edgardo Ritacco (*)
Hay un ámbito que muestra, como ningún otro, la cara menos agradable de los argentinos. Un ámbito que nos retrata fielmente como reticentes a las normas, impulsivos, irascibles y crudamente individualistas. No hace falta exprimirse los sesos para descubrir cuál es. El tránsito. Muy especialmente el capitalino. Desde que tengo uso de razón que se habla del problema. Pero muy poco se ha avanzado. Las callecitas de Buenos Aires siempre tienen ese qué se yo. Y si la cara es espejo del alma, el tránsito nuestro de cada día es espejo de lo que somos y lo que nos pasa. Y cuando hay mala onda se nota más. No es novedad decir que los argentinos conducimos mal, caóticamente, sin respetar al otro, y, a veces, sin siquiera dar a entender que ese otro existe. Por ejemplo, en cualquier lugar del mundo la luz de giro es una herramienta preciosa para dialogar con el que viene detrás. En cualquier lugar menos aquí. Porque la luz de giro sólo se utiliza –y no siempre– para girar en las esquinas. Pero no nos hable usted de indicarle al otro que uno va a cambiar de carril. Nadie se molestará en mover la palanquita de la luz de giro para una cosa tan nimia. Simplemente porque el carril no existe. Al parecer, el porteño lo ve simplemente como una decoración de las avenidas, una indicación, tal vez de que se la ha pavimentado hace poco tiempo. Y punto. Por eso van tantos a caballo de la línea blanca, pavoneando mitad de auto por cada andarivel. Y por eso el que va a cambiar de carril para pasar a otro auto, simplemente se abre y acelera. El que viene detrás, que frene. Para algo tiene el pedal del medio. Un día, un taxista me dijo, hablando del tema: “Ah, no, el guiño para cambiar de carril, no. Si lo llego a poner sólo para eso, el de atrás después me insulta de arriba abajo, porque no doblé en la esquina”. Obviando el detalle de llamar guiño a la luz de giro (la mayoría confunde esos términos), lo importante es que el hombre sabe que si utilizara bien el giro, el otro no entendería. Porque en Buenos Aires el carril es una entelequia. Tiempo atrás, charlando con un americano que volvía a su tierra después de estar un mes en estos pagos, salió el (inevitable) tema del tránsito, y el viajero me dijo: “Ah, sí, ustedes son peligrosísimos en la calle. Pero de todas las cosas que hacen, la que menos entiendo es esa de no respetar el paso del peatón al girar en una esquina. Porque con eso no ganan nada”. El visitante aludía a la clásica prepotencia del automovilista vernáculo, que al girar en una esquina nunca espera a que crucen los peatones, aún a sabiendas de que en la primera esquina deberá parar por la luz roja, ya que al doblar ha tomado la corriente contraria del semáforo. “Pero no, no les importa, cruzan la senda peatonal sin parar, y meten ruido en toda la cuadra para tener que frenar de golpe en la esquina, por la luz roja”, terminaba el mister, entre perplejo y divertido, sin poder entender ese rasgo de dudosa viveza criolla. Otra cuestión interesante se plantea con la bocina. Convengamos que, en ese tema, se ha mejorado bastante con respecto a quince o veinte años atrás. Aquellas campañas a favor del silencio (criticadas después por motivos ajenos) dieron bastante resultado, al menos en el uso del claxon nativo. Antes el tipo tocaba bocina en todas las esquinas, como para asegurarse de que no se toparía con una sorpresa desagradable, tocaba bocina para saludar a un amigo que iba por la vereda, tocaba bocina para hacerse ver, tocaba bocina por todo. Eso ha bajado notoriamente. Salvo cuando hay manifestaciones que interrumpen el tránsito (es decir, todos los días) Paradójicamente, la bocina está prohibida en la ciudad, pero no hay automóvil que salga de fábrica sin ella. En Buenos Aires, un toque corto de bocina suele significar: “Ojo, te voy a cerrar porque tengo que doblar por delante tuyo”. En cambio, un toque largo equivale a un insulto. Un insulto acústico, podría decirse. Cuanto más largo el toque, más fuerte el insulto. La bocina es la lengua maleducada del auto. Muchas veces, la respuesta al bocinazo boca sucia es otro bocinazo de duración similar, o mayor. Otras veces, la respuesta es la aparición veloz de un grosero dedo medio de la mano, extendido fuera de ventanilla. Lo que equivale a un insulto con sabor yanqui. Pero en ambas partes del diálogo (bocina y dedo extendido) se han dejado de lado las palabras. Sólo en casos más complejos aparecerá el insulto real, en vivo y en directo. Ahí nace otra historia, mucho más riesgosa. Sobre todo si hay respuesta de la otra parte. Hay también un bocinazo desesperado, que es el que se oye unas décimas de segundo antes del ruido de un choque. Es que la bocina no tiene términos medios. En un extremo, el drama o el insulto. Y en el otro, el festejo. Porque se festeja con bocinazos cualquier cosa que junte a varias cabezas en una misma calle: un triunfo futbolero, una victoria electoral, la derrota del rival de toda la vida. Son bocinazos de caravana. Con muchos toques seguidos, cualquier conductor se siente un músico. Y el opus uno de todos sus libros es, por supuesto, aquella marchita de Carlos Balá. (Que no es de Balá, pero aquí, al menos, sí). No hay nada más complicado para el tránsito que el taxista “yirando”. Esquizofrénico habitante del asfalto, el tachero pasa de la lentitud exasperante a la velocidad irreverente en apenas veinte segundos. Que es el tiempo en que se abre la puerta trasera, entra un ocupante y se cierra nuevamente la puerta. Ahí el hombre se transfigura. Y la bucólica figura que leía el diario en cada esquina con semáforo en rojo deja paso a un feroz trajinador que cambia carriles, viola luces y señales, castiga a bocinazos al remiso, se pecha con colectivos y hace pata ancha en cada cruce sin señalización. Pero mientras va a la espera de pasajeros es una muralla impasable. Nada lo inmuta. Especulador de la amarilla, su gran objetivo es matar el tiempo y el espacio a la vez. Cosa que ningún filósofo logró hacer cabalmente en la historia de la humanidad. Pero al hombre eso no le importaría demasiado. Hay un clásico mito argentino que dice: “Aquí el conductor es el mejor del mundo, porque tiene que estar mucho más alerta ante el imprevisto que el que maneja en un país donde se respetan las normas de tránsito”. Es un mito, por supuesto. El argentino que viaja al exterior y alquila un auto por primera vez comprende enseguida que todos los reflejos que jalonan su humanidad de poco le servirán frente el riguroso respeto de carriles y límites de velocidad que lo rodean, de pronto, en una autopista foránea. Y que su falta de práctica en las normas lo deja más de una vez tecleando entre darle una orden al pie derecho, al pie izquierdo o a alguna mano. Pero bueno. El conductor argentino no es otra cosa que el reflejo de cómo somos en la vida en sociedad. Y no es para hacer dramas. Total, el dulce de leche, la manteca sancor, el sifón de soda y la avenida más larga del mundo son de acá. Y a mucha honra. (*) Director Periodístico de la revista argentina El Publicitario.
Redacción Adlatina

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