Publicidad > Argentina | EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Alberto Borrini |
Las secuelas de las recientes campañas políticas resultaron más interesantes y plenas de alternativas que las que desembocaron en las elecciones generales del 28 de octubre del año pasado.
Las extemporáneas campañas de Felipe Solá (un fantasioso balance de su gestión como gobernador saliente de la provincia de Buenos Aires) y de Jorge Telerman (de despedida del cargo de jefe de Gobierno de
En este contexto creo que no desentona el rescate de otra campaña, la del famoso novelista, ensayista y periodista Norman Mailer, cuyo fallecimiento enlutó hace poco tiempo las páginas literarias de los medios. Mailer fue también un insólito candidato político, faceta reveladora de su personalidad que no he visto mencionada en los profusos comentarios necrológicos que reseñaron los aspectos salientes de su biografía.
Fue entre 1968 y 1969, cuando Mailer decidió competir por la alcaidía de Nueva York por el minoritario Partido Demócrata. Su campaña -¿o anticampaña?- confirmó la imagen de duro, excéntrico, malhumorado y peleador, amasada tanto en el campo de la literatura como en el del deporte. Todo el mundo sabe que, mientras perseguía “la gran novela americana”, a la que se aproximó con Los desnudos y los muertos, el mejor relato de guerra escrito hasta ese momento (en opinión de George Orwell) y acaso con La canción del verdugo, también basada en hechos reales, Mailer solía trenzarse a puñetazos reales en los gimnasios de Brooklyn, donde había crecido.
Pude revivir esa insólita campaña, cuarenta años después, a través de varios relatos del propio Mailer en un libro, Temas actuales, formado con artículos periodísticos traducidos por el admirable y recordado Ramiro de Casasbellas. Entre ese material tan variado (lo mejor de la obra de Mailer está en los artículos y crónicas periodísticos) figuran dos de los discursos pronunciados por Mailer durante su corta carrera de candidato político.
Mailer se lanzó a la arena electoral empujado por la idea de que Nueva York, su ciudad, podía convertirse en un estado más de los Estados Unidos, el 41°. Él mismo lo confiesa en el segundo de los discursos. Con el escaso respaldo de un partido minoritario, sin dinero y esa temeraria idea fija en la cabeza, no tenía la menor chance de ganar, ni siquiera en las primarias. Y así fue.
Pero después de leer esos dos textos, lo que queda en el lector es que la campaña le permitía al belicoso escritor agredir e insultar a todo un barrio, en vez de hacerlo de a uno con sus críticos y colegas.
No hay más que detenerse en su particular estilo de llamar la atención y asegurarse la atención de la concurrencia a los mitines: “Alejense, aléjense. No son ustedes más que una barra de cerdos arruinados, y eso que no hay ningún policía por aquí… No son mis amigos si me interrumpen cuando hablo, porque me sacan de quicio. Así que váyanse a la m……”.
Mailer, uno de los mayores ególatras de su tiempo, se animaba a exigirles a sus seguidores que olvidaran su yo. “Si tienen dinero, muchas gracias… Si tienen otros medios para trabajar con nosotros, pues también trabajen con nosotros. Pero por favor olviden su Yo”. Prosiguió: “¿Hay alguien aquí que no esté familiarizado con nuestro programa? ¿Nadie? Muy bien. Les prevengo que sufrirán una tremenda hora de horror, pánico y vómitos en cuanto empiecen a trabajar seriamente, porque saben que no soy el único casi loco del país, y algunos de ustedes pueden salir malparados”.
Mailer repartió palos a diestra y siniestra. Contra el gobierno, contra los sindicatos, contra los medios, contra sus adversarios políticos y literarios. Cada tanto se empeñaba en un diálogo a gritos con los asistentes, momentos en los que citaba a T.S. Eliot y a otros escritores y poetas. Sin embargo, su idea de conquistar la ciudad barrio por barrio ha sobrevivido al circunstancial candidato y ahora es practicada, al menos nominalmente, en todo el mundo.
Mailer no podía llegar muy lejos con estos desplantes suicidas. Pero se puede entresacar una moraleja entre tanto divertido disparate. Es la idea de que con un poco más de sinceridad, un poco nada más, que él intentó a su manera, brutalmente, podríamos llegar a tener no sólo mejores campañas, sino también mejores candidatos y mejores gobernantes. Vale la pena intentarlo.