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Alberto Borrini |

Julio Verne, precursor del cine, la televisión y el fax

El popular novelista nacido en Francia en 1828 anticipó una gran cantidad de inventos que se materializarían -en muchos casos, como el fax y la televisión -más de un siglo después. Pero esto sólo no hubiera bastado para hacerlo entrañable para generaciones y generaciones de niños lectores. Fue su talento como narrador lo que lo volvió inolvidable, a pesar de haber tenido que escribir a destajo: su

Julio Verne, precursor del cine, la televisión y el fax
A los once años, Verne se escapó de su casa para viajar a las Indias en un velero, pero su padre lo atrapó antes de que abandonara la costa francesa.

Este es el año Verne. El popular novelista nació en 1828 y murió en 1905.  Escribió en el siglo XIX, pero por los temas que abordó fue un hombre del Siglo XX.

Presentó a millones de lectores muchas de las invenciones que apenas despuntaban y eran conocidas solamente en los corrillos científicos, como el helicóptero, los rayos X, el hidroavión, los grandes transatlánticos, el submarino y las naves interplanetarias.

Cien años antes de que Armstrong, Collins y Aldrin pisaran por primera vez el satélite de nuestro planeta, Julio Verne publicó la novela De la tierra a la luna. El cohete imaginado por Verne difiere en centímetros del fabricado por la NASA, y ¿adivinen ustedes dónde ubicó la base de lanzamiento? En la zona de Cabo Cañaveral.

Los investigadores en medios deberían incluir en sus lecturas varias de las obras anticipatorias de Verne. París en el siglo XX, por ejemplo -rechazada en 1863 por el editor y rescatada más de cien años después, en 1994-, se ocupa del “ telégrafo fotográfico”, antepasado del fax.

La novela transcurre en 1960 en la capital de Francia, surcada por ferrocarriles elevados y automóviles silenciosos. Inventado en Florencia, explica Verne, el telégrafo fotográfico “permitía enviar a cualquier parte el facsímil de cualquier escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a diez mil kilómetros de distancia”.

La del fax fue una de las aproximaciones de Verne al mundo actual de la comunicación y los medios masivos. Otras fueron el cine parlante y la televisión. Lo hizo en  El castillo de los Cárpatos, de 1892.

Para muchos de nosotros, los más veteranos, las novelas de Julio Verne fueron tan familiares como las de Dumas, Víctor Hugo, Salgari y Paul Feval. Nos desvelábamos leyéndolos, identificándonos con piratas heroicos y simpáticos, o con audaces mosqueteros que defendían a la corona francesa de las tramoyas del cardenal Richelieu; y, en el caso de Verne, con superhombres cuya fuerza provenía no de músculos o pócimas maravillosas, sino máquinas desconocidas y sorprendentes. Eran un canto al progreso.

 

Un viaje frustrado

Conviene hacer un breve paréntesis para sintetizar la biografía de Verne.

Nació en Nantes, Francia. Todos sus libros de viajes, en especial Un capitán de quince años, son extensiones imaginarias del primero, que no pudo realizar. Miembro de un hogar burgués, estaba destinado a la carrera de Derecho y a un empleo en el estudio de abogados de su padre. Cuando Julio tenía apenas once años, huyó de su casa para embarcarse clandestinamente en un velero que partía con destino a las Indias. Fue rescatado por su padre antes de que el barco dejara la costa de Francia.

Cortada drásticamente esta vía de escape, Verne eligió -por fortuna para nosotros- la opción más confortable y menos expuesta a las penitencias paternas: la literatura. Podía practicarla sin romper del todo con su familia, mientras se desempeñaba en una agencia de cambio.

En 1862, se cruzó en su camino un editor inteligente y ambicioso, Heltzer, a quien le llevó el manuscrito de una de sus obras más encantadoras, Cinco semanas en globo. Se hicieron tan amigos como un escritor puede serlo de un editor, es decir, pese a enfrentarse a menudo por los honorarios. Finalmente, Verne se comprometió a entregar a Heltzel dos novelas por año, cláusula que lo obligó a escribir a destajo toda su vida.

Para ser un buen escritor, primero hay que ser un buen lector, y Verne lo era; además de novelas y libros de viaje, devoraba las mejores revistas técnicas, que le permitían adelantarse a la difusión de las invenciones y los descubrimientos. Pero esta erudición científica fue apenas una de las causas de su enorme éxito literario, cuya principal fuente fue su talento como novelista, así como su excepcional habilidad para crear historias y atrapar al lector desde la primera página.

 

El castillo de la tv

Para mí, Julio Verne fue el equivalente de Steven Spielberg. Un creador de potentes imágenes, pero individuales, formadas en la mente de cada uno de sus lectores, que pudieron tener un Phineas Fogg, un capitán Nemo o un Miguel Strogoff a medida.

Verne presentó a sus lectores el cine parlante y una rudimentaria televisión, en El castillo de los Cárpatos, una de las pocas obras que no pude leer cuando era joven, y que encontré en una librería de viejo hace dos o tres años.

Las imágenes eran proyectadas mediante un juego de espejos, un potente fanal y un fonógrafo. “Un simple artificio de óptica”, lo llamó. Esa primera pantalla era fantasmal, más parecida a un holograma, y estaba monopolizada por una mujer, Stilla, famosa cantante de ópera fallecida, cuya voz fue grabada por su mayor fan, el barón de Gortz.

El barón poseía un magnífico retrato de Stilla, y mediante espejos inclinados y con la ayuda de un reflector, consiguió que la imagen, dotada de sonido, “parezca tan real como cuando la cantante estaba llena de vida y en todo el esplendor de su belleza”.

El cine parlante y la televisión le devolvieron a Verne la gentileza el siglo siguiente. Muchos de sus libros fueron filmados, y con esta nueva forma llegaron primero a través del cine, y después de la televisión, a públicos masivos y globales jamás imaginados por el autor. Ilustres actores encarnaron a sus personajes: David Niven y Cantinflas a Phineas Fogg y su ayudante Passpartout en La vuelta al mundo en 80 días;  James Mason a su vez fue el mejor capitán Nemo que se pudo ver en la pantalla. El más bello film inspirado en una obra de Verne fue, a juicio de Raymond Bellour, La mujer en la luna, dirigido por Fritz Lang, el genio del expresionismo alemán.

 

Alberto Borrini