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Alberto Borrini |

Hábitos y rutinas de los anuncios

Hoy, el asunto encarado por el columnista de adlatina.com Alberto Borrini podrá molestar a más de un creativo y provocar una sonrisa de complicidad en la mayoría de las personas que reflexionan de un modo u otro sobre la publicidad: la innumerable cantidad de “obviedades” visuales y hábitos incuestionables con que los creativos resuelven sus desafíos desde el principio de los tiempos.

Hábitos y rutinas de los anuncios
La Monalisa, uno de los iconos más transitados por las campañas publicitarias de todo el mundo desde hace décadas. ¿A cuántos clichés visuales responden los publicitarios a la hora de crear?
La columna vertebral de la publicidad es la creatividad, y uno de los mayores atributos de la creatividad es la innovación, la búsqueda de un nuevo enfoque, una nueva idea, un nuevo concepto. Los caminos para alcanzar la anhelada originalidad son misteriosos, pero a menudo están vinculados con el riesgo. Para probarlo, el maestro Bill Bernbach solía mencionar, en sus charlas, una cita del gran pianista de jazz Thelonius Monk: “Los únicos gatos que valen algo son los que corren riesgos. A veces me encuentro tocando cosas que yo mismo nunca había oído”. Pero a pesar de esta vocación profunda por la inspiración y la innovación, la publicidad suele incurrir por momentos en hábitos y rutinas que, al parecer, le permiten descansar en el camino y reponer oxígeno para seguir internándose en lo desconocido. Repasemos juntos algunas de esas manías. Albert Einstein es la efigie obligada cuando se quiere vincular rápidamente un producto con la inteligencia. Seguramente en este mismo momento está apareciendo en decenas de anuncios, en todo el mundo, sin que los responsables hayan solicitado la debida autorización a los herederos del sabio y, menos aún, ofrecido el pago de un canon. Más de una vez leí que se quejaban, con razón pero sin remedio, del uso y abuso de la imagen de su famoso pariente. Es verdad, Einstein sigue vendiendo de todo, sólo porque su peinado salvaje, sus ojos bien abiertos y sus bigotazos son inconfundibles e inolvidables para millones de personas que ni siquiera leen los epígrafes de sus fotos y dibujos. ¿Cuál es la manera más sencilla de representar la creación, incluso la creatividad?. Casi siempre se opta, en los anuncios, por reproducir el detalle de los frescos de la Capilla Sixtina, realizados por Miguel Ángel, que muestra la mano de Dios transmitiendo la vida al primer hombre, Adán. Basta con ponerlo en un mensaje para que mucha gente no necesite el auxilio de palabras. Los referentes más utilizados por la publicidad humorística son Charles Chaplin y Groucho Marx; los dos son, en efecto, fácilmente reconocibles con un simple golpe de vista. El espíritu de inventiva a su vez se visualiza rápidamente con la figura de Leonardo Da Vinci, y, sobre todo en los países anglosajones, el símbolo de la avaricia, lo opuesto al consumo sin control, es Scrooge, el personaje de "Cuento de Navidad”, de Charles Dickens. El tic de los relojes La Mona Lisa es, a su vez, una de las imágenes más transitadas por la publicidad en todo el mundo. El publicitario y comunicador Eulalio Ferrer escribió un delicioso ensayo sobre La Gioconda en los anuncios; recogió allí muchos de los productos que la han utilizado en su promoción, desde las copiadoras Xerox hasta Alitalia, pasando por McDonald’s, Polaroid, el perfume francés Bic, Coca-Cola y los artículos deportivos Rucamor. No faltan en la extensa lista los vinos de mesa, los jeans, los diarios y los bancos. Como el más famoso de los cuadros está expuesto en el Louvre, apunta Ferrer, parece natural que una de las primeras campañas que se escudó en su imagen haya sido la de los laboratorios franceses Jean d’Aveze, que comenzaron por bautizar “Gioconda” a una de sus cremas de belleza. Esto sucedió a principios del siglo pasado; desde entonces, la carrera publicitaria de la obra de Da Vinci fue en ascenso. Ninguna pintura la supera o la iguala en el terreno simbólico; a lo largo del tiempo fue sumando atributos y significados que responden a la fantasía popular, fuente de todos los simbolismos. Ferrer apela a una analogía publicitaria para justificar el éxito de la Mona Lisa: “El producto, la obra, es de calidad excepcional, y el productor, Leonardo, es uno de los mayores genios de la historia humana”. En el caso de los relojes, más que hablar de rutina correspondería señalar un tic, consistente en señalar, en las fotografías que adornan los avisos, siempre la misma hora: las 10 y 10 minutos, más o menos. La explicación es de índole estética, y tiene una rancia historia. En la publicidad argentina se encuentran los primeros ejemplos de este curioso complot horario en las décadas del ‘30 y ‘40, cuando el producto comienza a aparecer en los mensajes comerciales. En uno de 1951, las dos versiones de los suizos Election, para hombre y mujer, ya mostraban exactamente las 10:10, sobre una ilustración del Taj Mahal, una forma de teatralizar el slogan “Famosos en todo el mundo”. Las agencias que atienden a las mayores marcas de relojes suelen tener instrucciones precisas de los anunciantes respecto a la forma de mostrarlas en la publicidad. El consenso acerca de la hora obedece a razones de equilibrio artístico, pero además, las agujas en esa posición en forma de V abierta, dejan ver claramente la marca, ubicada por lo general en la parte superior y al centro del cuadrante. Einstein y el corte de pelo Eulalio Ferrer, tratando de adivinar la razón que inspira a los publicitarios a convocar tan a menudo a la Mona Lisa, concluye que podría ser “la multiplicidad de sugerencias y simbolismos que transmite”. Comentando en especial uno de los empleos más difundidos, como efigie de la Copa del Mundo de Italia (ver ilustración), Ferrer dijo que “la pintura más famosa se unió al deporte más universal, en el encuentro espectacular de la belleza como forma y representación de arte”. La identificación resulta efectiva “porque el fútbol es un deporte de masas y la Mona Lisa pertenece ya a la cultura de masas”. La multiplicidad y universalidad de los iconos son, indudablemente, buenas razones, pero habría que contar también la ambigüedad. Esta última explicaría la inclinación por las obras de Magritte en la ilustración publicitaria. Tuve oportunidad de ver, en el Museo del Afiche de París, una muestra dedicada al célebre pintor belga y su relación póstuma con los anuncios. Había decenas de ellos. Para los organizadores, la explicación había que buscarla en el carácter ambiguo de su obra. Es polisimbólica, cada observador la traduce a su modo y, ya en el lenguaje de la publicidad, la hace “a medida del consumidor”. Si pudiese escuchar estos argumentos Magritte se arrancaría los pelos, porque en el fondo odiaba a la publicidad, a la que tuvo que recurrir en sus primeros años para ganarse la vida. Para terminar, las costumbres, los hábitos y las manías presentan también algunas paradojas: ¿cuántos conocen, de los que son tentados a comprar un producto que involuntariamente promueve, siquiera por encima la teoría de la relatividad de Einstein? Lo mismo podría decirse de otros artistas cuya clientela potencial puede ser más selectiva, desde Borges hasta Mozart, dueños de una sólida fama pero cuya obra es realmente muy poco transitada. Tampoco Magritte es muy popular que digamos. De todos modos, estos lugares comunes de la ilustración publicitaria pueden ser redimidos si se ponen al servicio de una buena idea. Algunos profesionales argentinos seguramente recordarán un modesto anuncio de 1981 o 1982, publicado por una peluquería de la Costa Oeste de los Estados Unidos. Fue una de las primeras obras de un redactor al que luego señalaría la fama: Tom McElligott. Sobre una de las clásicas fotografías de Einstein, el título decía: “Un mal corte de pelo puede hacer que cualquiera parezca imbécil”.