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Redacción Adlatina |

Los Grandes Hermanos

El paralelismo entre el Big Brother de George Orwell y el Gran Hermano de estos tiempos es mucho mayor de lo que puede parecer a primera vista. Sobre todo cuando se descubren las similitudes de aquel mecanismo universal de dominación de la mente humana y el triste correlato que muestra lo que hoy se espía en la pantalla de TV.

Los Grandes Hermanos
Por Edgardo Ritacco (*)
I En 1949, un año antes de morir, el escritor inglés George Orwell escribió su novela más impactante: Nineteen-Forty-four (1984). Aterrado por el totalitarismo de Joseph Stalin –por entonces vigente en la Unión Soviética– y por el imperialismo, con el que jamás comulgó, este hombre de frágil salud y sólida educación británica ideó un personaje brutal, omnisapiente, que justamente en el año del título ya habría dominado al planeta con un arma sin rival: conocer el pensamiento de todos los seres humanos de la Tierra. Lo llamó Big Brother, el Gran Hermano. Nacido en la India, Orwell ya había denunciado un futuro igualmente totalitario en un libro bastante anterior, Animal Farm, o Rebelión en la granja. Una suerte de metáfora-fábula protagonizada por animales en 1936, que se convirtió en el feroz dominio mental absoluto con seres humanos trece años después. El Big Brother sabía absolutamente todo lo que pasaba por la cabeza de los hombres y mujeres de todas las latitudes. Había conseguido arrasar con todo vestigio de libertad personal y de iniciativa individual. Nadie, salvo un personaje memorable llamado Winston, pudo resistir a su omnipresencia y a su omnipotencia. II En 1999, exactamente medio siglo después de la ominosa predicción de Orwell (que no se cumplió cabalmente en la fecha señalada), apareció en Holanda una serie de televisión titulada, precisamente, Big Brother. No había en ella detector de pensamiento alguno. Pero sí una gran cantidad de cámaras y micrófonos que permitirían espiar, sin respiros, la vida y miserias de un grupo de personas encerradas en una casa, sin radio, televisor, teléfono o computadora, librados a su suerte en una batalla por ser “el mejor” y ganar un suculento premio en efectivo tras eliminar a todos sus rivales por votación popular. El ejemplo holandés se extendió enseguida, con algunas variantes, a Italia, España, Inglaterra y los Estados Unidos. Sólo en este último país fracasó como experiencia. En Europa, en cambio, atrajo a millones de televidentes. Hasta que, claro, llegó a la Argentina. No nos íbamos a salvar. III Narraba Orwell en “1984”: “El Ministerio de la Verdad era extraordinariamente diferente a todos los otros edificios y objetos que asomaban a la vista. Se trataba de una enorme estructura piramidal de brillante cemento blanco, superposición altísima de pisos, que clavaba sus 300 metros en el aire. Desde donde estaba Winston se podían leer, en letras muy claras, los tres slogans del partido: La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza”. Esos slogans golpeaban día y noche a todos los habitantes del mundo, incapaces de desviar el pensamiento, so pena de ser descubiertos en el acto y sometidos a interminables torturas. IV Durante siglos, el hombre alimentó sus ansias de ficción con relatos de seres imaginarios. Eran imaginarios los hombres y mujeres que luchaban contra fuerzas superiores del destino en la tragedia griega. Eran imaginarios los protagonistas de la literatura renacentista. Fueron, por cierto, imaginarios los personajes que construyeron la historia del cine, de las novelas y cuentos modernos, del teatro universal, de las tiras radiofónicas y de las telenovelas. La única excepción fue lo directamente testimonial. Para todo lo demás, y especialmente cuando podían quedar dudas, regía el clásico cartelito que advertía: Cualquier parecido con seres reales es pura coincidencia. En los seres imaginarios el hombre proyectó sus emociones, se identificó con algunos, amó y odió a otros. Y, salvo quizás en la catarsis que provocaba el teatro griego, fue ante todo un espectador de historias de individuos que ni siquiera existían. Pero la televisión es devoradora de tiempos y espacios. Y aparecieron un día los talk shows, con seres reales contando historias personales (a veces reales, a veces fraguadas o exageradas), elegidas simplemente por la cantidad de miseria humana que podían transmitir a los demás. Hay que golpear al televidente, fue la voz de orden en la TV americana. Hay que hacerle sentir el drama de un ser no ficticio, de un ser de carne y hueso, que llora, ríe, odia e insulta frente a las cámaras, para que no pueda dejar de ver jamás el programa. Para los que se prestaban al circo quedaba el triste óbolo de unos dólares a la salida, o, con más suerte, la promesa de una nueva invitación a desnudar sus intimidades. La TV argentina, claro, también tuvo sus remedos de talk shows. Con personajes tristísimos, que caminaban por los límites de la ignorancia, la ambición y la falta de equilibrio mental. Un día Antonio Gasalla resumió con una simple frase la crudeza de la propuesta, y luego Moria Casán se encargó de popularizarla: “Si querés yorar, yorá”. Pero todavía faltaban los reality shows, el flamante invento holandés de 1999. Que constituían la tercera etapa: los personajes ya no debían exhibir verdades y mentiras en un tiempo determinado, frente a un público inquisidor y ambivalente. Ahora los personajes debían ser –todos– ellos mismos, o lo que ellos quisieran representar. Y la gente, ávidamente, miraría el último detalle de sus vidas durante cuatro meses. V “Y allí, en la pared blanca del cine, derritiendo a la figura del mal, apareció el Big Brother. Era un hombre de pelo muy negro, de bigotes muy negros, colmado a la vez de poder y de misteriosa calma, y tan grande que casi ocupaba toda la pantalla. Nadie escuchaba lo que estaba diciendo. Eran simplemente unas pocas palabras de aliento, esa clase de palabras que se pronuncian en la barahúnda de las batallas, que aunque no se distingan bien igual pueden restaurar la confianza por el solo hecho de que se las está pronunciando. De pronto, la cara del Big Brother se fue desvaneciendo para dejar paso a los tres slogans. La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza. Pero la faz del hermano mayor parecía persistir por largos segundos en la pantalla, como si el impacto producido fuera demasiado vívido como para desaparecer con facilidad de las retinas. La pequeña mujer rubia se inclinó hacia delante en su butaca. Con un murmullo trémulo, que pareció decir Mi Sabio, extendió sus brazos hacia la pantalla. Después hundió su cara en las manos. Parecía estar rezando”. VI Seis hombres y seis mujeres, de entre 23 a 35 años, ocupan la casa. Aquí tampoco hay televisor, teléfono, radio o computadora. Hay, en cambio, 30 cámaras y 60 micrófonos ocultos, capaces de controlarlo todo: comedor, baño, dormitorios, cocina, rincones, gestos, apartes, prendas que se quitan y se ponen, afán de mostrarse más que los otros, aburrimientos, dedos en la nariz, falta de coherencia, desinterés, fastidio. Pero hay dos clases de espectadores. Unos son los curiosos acotados, que deben conformarse con tres emisiones de canal abierto por día, cada una de media hora. Los otros son quienes ya han sucumbido irremisiblemente a esta triste mezcla de voyeurismo y vacuidad. Son los que siguen la serie por DirecTV. Porque estos “privilegiados” tienen a sus próceres las 24 horas a su disposición, y por cuatro canales diferentes, para que puedan jugar a directores de cámara y mezclar caricias de dormitorio con sordideces del baño, en la proporción que les plazca. Doce personas –como tantos otros de otros países– han vendido su intimidad de casi cuatro meses por un premio que sólo corresponderá a uno: el más osado, tal vez; el más rápido, quizás; el más vivo, seguro. Y también la están vendiendo quienes han arrancado con otros reality shows que han aparecido ya en el país, como El Bar, de América, o la segunda versión de Expedición Robinson, de Canal 13. El problema tal vez no sean ellos, que son algunas decenas. El problema son los miles y miles que desperdiciarán minutos de su vida para contemplar nimiedades de otras vidas sin mayor importancia. VII El Big Brother de Orwell dominó al mundo durante un tiempo descifrando la mente de los seres humanos. El Big Brother de estos tiempos de pantalla chica no pretende leer las mentes. Se conforma con vaciarla un poquito todos los días. Casi, casi, como si la TV estuviera escribiendo su propia biografía. (*) Director periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.