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Redacción Adlatina |
Murphy
Las Leyes de Murphy han llegado de pronto a gobernar la economía argentina. Uno nunca sabe: tal vez el mejor remedio para combatir el escepticismo sea justamente ese código que lleva cincuenta años acompañando a los desconfiados de todo el planeta.
Por Edgardo Ritacco (*)
Ahora que los argentinos tienen a Ricardo López Murphy como nuevo ministro de Economía, el chiste obvio –que no tardó en ocupar la tapa de una revista de actualidad– fue, claro, “La ley de Murphy”.
Con sus grandes bigotes, su fama de hombre duro que jamás sonríe (se empiezan a notar ciertas excepciones a esta regla) y su pregonada ortodoxia económica, el señor López Murphy ya ha conseguido que la segunda parte de su apellido se pronuncie de tres maneras diferentes: “Murfi” entre la gente del gobierno y los políticos en general, “Marfi” en los mercados (de los que parece ser niño mimado) y “Merfi” en el Fondo, Washington y otros puntos del planeta, que son, ya se sabe, las pronunciaciones que cuentan.
Pero aunque las Leyes de Murphy estén hoy en boca de tanta gente en la Argentina, no muchos conocen sus orígenes y su historia.
El bueno de Edward A. Murphy era un ingeniero de la Fuerza Aérea que solía quejarse con tono fatalista de las cosas que le deparaba la vida. Un día del lejano 1949 le encargaron una misión de primordial importancia: medir experimentalmente la tolerancia que tienen los mortales ante la aceleración de velocidad de un vehículo que los transporte. La idea de la Fuerza Aérea era muy concreta: saber qué resistencia tendría un ser humano dentro de un cohete. Algo esencial para el montaje, una década después, de los viajes especiales realizados por la NASA.
Con el fervor de sus 32 años, pero con esa cuota de desconfianza que lo venía acompañando pertinazmente desde la tierna infancia, Ed Murphy se integró al equipo de especialistas que diseñó un pequeño artefacto –que en castellano se llamaría “acelerómetro”– que se colocaría en dieciséis partes diferentes del cuerpo de un individuo para obtener sus datos de presión arterial, pulsaciones y demás informaciones vitales. El proyecto tenía un nombre en clave, como correspondía a la gélida guerra fría que emblanquecía al mundo de ese entonces: USAF project MX981.
Claro que había un pequeño detalle: el minúsculo sensor podía ubicarse de dos maneras junto a la piel del sujeto. Y –previsiblemente– cuando terminó toda la irrepetible operación de aceleraciones, frenazos y bamboleos, se comprobó que los dieciséis aparatos habían sido colocados al revés.
El mayor John Paul Stapp, que había sido el hombre-test del experimento, reveló pocos días después a la prensa cuál había sido la reacción de Murphy al enterarse del fracaso: “Si hay dos o más maneras de hacer algo, y uno de esas vías conduce a la catástrofe, seguro que alguien la tomará”.
En pocos meses, las Leyes de Murphy –prontamente bautizadas así– se extendieron velozmente por el ambiente vinculado con la ingeniería aeroespacial norteamericana, y finalmente llegaron a la consagración definitiva cuando el legendario diccionario Webster acogió el término en 1958.
Curioso: Edward Murphy jamás escribió en papel alguno la expresión “Ley de Murphy”.
Y otra paradoja: la más conocida de las leyes de Murphy (aquella de “Si algo puede salir mal, saldrá mal”), no es legítima. Ya se la conocía de antes como la “Ley de Finagle de las Negativas Dinámicas”. Esto es, a las propias Leyes se le aplicó la Ley.
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Como dijimos alguna vez, las Leyes de Murphy son algo así como la legalización del pesimismo. Y el código civil de los escépticos. Muchos invocan a las Leyes de Murphy para que no se cumplan. En ese caso, son el equivalente intelectual del antiguo “toco madera”.
No es cierto que siempre que algo pueda salir mal, va a salir mal. Lo que pasa es que nadie se acuerda de todas las veces en que salió bien.
De la ley primitiva (falsa, como se ha visto), han surgido dos corolarios:
“Libradas a su suerte, las cosas siempre tienden a ir de mal en peor”.
“Es imposible hacer algo a prueba de tontos, porque los tontos son muy ingeniosos”.
Y de esos dos corolarios brotó, desde cinco décadas hasta hoy, un sinfín de derivaciones, una más pesimista que la otra, en las que, por supuesto, un vaso a medio llenar siempre es un vaso medio vacío.
Y un vaso colmado inevitablemente se desborda.
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Un masoquista es un hombre que cree poder resistir a los males más que otros. Frase optimista que jamás se les hubiese ocurrido a los seguidores de Ed Murphy.
Pero ejerzamos una cuota de (¿insano?) masoquismo para introducirnos en una pequeña selección de las Leyes de Murphy. Apenas un gota en el océano, pero bueno, todo no se puede.
“Nada es tan fácil como parece”. (Bueno, al menos parece que hay muchas cosas aparentemente fáciles)
“Todo toma más tiempo de lo que usted piensa”. (Y en estos tiempos ya no rige la excusa de que “mi reloj atrasa”)
“Si existe la posibilidad de que varias cosas salgan mal, la que cause mayor daño será la que salga efectivamente mal”. (Por lo visto, mister Murphy no tiene compasión)
“Si todo parece salir bien, es que usted obviamente ha pasado algo por alto”. (¿En que estaba pensando, babieca?)
“Cuando usted ya tiene todo preparado para hacer algo, descubrirá que hay otra cosa que deberá ser hecha primero”.
“Cada solución engendra nuevos problemas”. (Mejor no toque nada, no cambie nada)
“Nadie puede determinar con éxito de qué lado del pan untar la manteca”. (Porque, como dice otra ley, “cuanto más cara es la alfombra, mayores son las posibilidades de que la tostada caiga con la manteca hacia abajo”).
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Como toda disciplina del conocimiento que se precie, las Leyes de Murphy tienen capítulos temáticos ordenados y precisos. Veamos, por ejemplo, algunas de sus leyes militares:
“Ningún plan de batalla sobrevive al contacto con el enemigo”.
“La cosa más peligrosa en una zona de combate es un oficial con un mapa en la mano”
“Tomar el camino fácil tiene el problema de que el enemigo ya lo ha minado”
“Si su avance va muy bien es que está caminando hacia una emboscada”
“Trate por todos los medios de no hacerse ver. Dentro de la zona de combate, porque eso atrae al fuego del enemigo. Y fuera de la zona, porque atrae la mirada del sargento”.
(Lo único que no aclaran es que cuando usted se dispone por fin a buscar la bandera blanca, esta ya habrá desaparecido)
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Como lógica consecuencia de su nacimiento científico, las Leyes de Murphy también tienen un generoso capítulo tecnológico. Echeles un vistazo a las que siguen:
“Cuando un sistema queda completamente definido, siempre hay un estúpido que descubre cómo anularlo o cómo expandirlo más allá del entendimiento humano”.
“La tecnología está dominada por aquellos que manejan lo que no entienden”.
“La lógica es un método sistemático de llegar confiadamente a la conclusión equivocada”.
“La opulencia de la decoración del frente del edificio de una empresa varía inversamente con la solvencia de la firma”.
“Un experto es alguien que conoce más y más acerca de menos y menos, hasta que termina conociendo absolutamente todo sobre nada”.
“Dígale a un hombre que hay 300 mil millones de estrellas en el universo y le creerá. Dígale luego que un banco de plaza tiene pintura fresca y él tendrá que tocar para asegurarse”.
“Todos los grandes descubrimientos se han hecho por error”.
“Cualquier programa de computadora, cuando está funcionando, ya es obsoleto”.
“Para descubrir a un experto, tome al que predice que el trabajo va a demorar más tiempo y va a costar más”.
“Todo diseño de circuito debe contener al menos una parte que es obsoleta, dos partes que son imposibles de conseguir y tres partes que están todavía en experimentación”.
“Las computadoras son no confiables, pero los seres humanos son todavía menos confiables. Cualquier sistema que dependa de la confiabilidad humana es no confiable”.
“Cuando todo lo que probó falló, lea el manual de instrucciones”.
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Y bien, Murphy viene pregonando escepticismo desde hace medio siglo, y –sugestivamente– cada año que pasa es más popular. Posiblemente sea porque la fiebre por tener más y más bienes materiales ha hecho que el hombre vea cada vez más vacío al vaso a medio llenar. O tal vez se deba a que el mundo ha funcionado bastante mal de un tiempo a esta parte (mejor no averiguar qué tiempo exacto es ese “tiempo”).
Por eso, volviendo al ministro de Economía argentino, uno espera que el apellido no se pegue al destino de aquel ingeniero de la Fuerza Aérea norteamericana, y que sus leyes sirvan y funcionen. Para que no se cumpla aquella otra que dice: “Cuando a uno le parece que las cosas son demasiado buenas para ser verdad, lo más probable es que sea cierto”.
(*) Director Periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.