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Redacción Adlatina |

Extra inning

El insólito caso de las elecciones norteamericanas demostró que no era verdad que la CNN era infalible, o que las cosas sólo ocurren en el mundo cuando la cadena planetaria las registra. Algo así como en nuestras playas, donde lo que no aparece en la TV, no existe.

Extra inning
Por Edgardo Ritacco (*)
Ahora que se sabe que nada se sabe sobre las elecciones estadounidenses de hace una semana, el mundo vive incómodamente la sensación de que se les ha caído un ídolo. No era cierto que todo lo que pasa, pasa cuando lo dice la CNN. Es posible que lo diga la gigantesca cadena planetaria y no haya pasado. Esto me hace pensar en el equivalente vernáculo de ese aserto: si no se ve en la televisión, no existe. O su equivalente más exquisito: si no estás en la TV, no existís. En una palabra, si hay un tiroteo en la puerta de la casa, y uno lo mira por la ventana (arriesgando el pellejo, claro), el tiroteo sólo será real cuando también se recorte dentro de la pantalla del televisor del living. Ahí sí podremos preocuparnos, pensar en evacuar la casa, calzarnos algún casco en la cabeza y arrojarnos presurosos debajo de alguna cama. Desde mediados de los ‘80, la cadena CNN ha hecho, a nivel mundial, lo que la TV criolla viene perpetrando con los sufridos argentinos. Nadie dudaría hoy de que la guerra del Golfo no hubiese sido tan dramática ni tan comentada si no se hubiese visto aquella noche el extraño conjuro de fuegos artificiales del cielo de Bagdad, que la red de Ted Turner emitió con extraña exclusividad y previsible guiño de Saddam. Era cierto, entonces: Irak era bombardeado, Saddam no renunciaba, Bagdad existía. Lo mismo ocurrió luego con otros acontecimientos que la cadena siempre arroja al mundo con el inquietante marbete de Breaking News. La renuncia de Yeltsin, por ejemplo, fue otro test para el omnipresente emisor: mientras el mundo se preparaba para recibir el siglo y el milenio y muchas ciudades daban los últimos retoques a lo que sería su fiesta, la CNN empezó a mechar el espumante preparativo con el tembladeral en el Kremlin. Y a avisar, de paso, que esto traería inquietud a los mercados, agravado por la incertidumbre del posible crack de las computadoras de todo el planeta, por culpa del número 2000 que portaría el nuevo año. Conozco gente que apagó el televisor y se refugió durante horas junto a su equipo de música, abroquelada en ascéticos cantos gregorianos. Pero bueno. El martes pasado ocurrió. La CNN dijo que había ganado Gore en Florida, y que eso le otorgaba la presidencia de los Estados Unidos. Pero un poco después se retractó, y dio a entender lo contrario. El atribulado vicepresidente, que había hecho gala de notable versatilidad al cambiar tres veces de personalidad en cada uno de los tres debates previos con su antagonista, manoteó nervioso el celular y consultó con todos sus asesores. La respuesta, previsiblemente, fue: Si lo dice la CNN, bueno, perdiste. (Por respeto y amargura, no se animaron con el alpiste). Y Gore volvió a esgrimir el teléfono, y con infinita tristeza le dijo a “W” que reconocía la derrota. Oh, muy hidalgo de tu parte, dicen que le contestó el hijo de Bush, mientras reprimía un grito en el centro de sus entrañas. Pero estaba escrito que iba a ser una noche muy extraña. Y Gore volvió a discar al rato el número de su rival. Ya no fue tan hidalgo. Ahora no reconozco nada. Ya veremos, dicen que le dijo. Y Bush gritó lo que no había gritado en la primera comunicación. Cortaron “sin protocolo”, terminan los testigos del absurdo momento. Al día siguiente, un cronista-humorista acreditado en la Casa Blanca le preguntó al vocero de Clinton si se contemplaba la posibilidad de que llegara al país una delegación de la OEA para verificar el escrutinio. El hombre apenas si mantuvo la calma para contestar: No se está considerando. Pero a los americanos (y muy especialmente a los orgullosos WASPs, sigla de blancos, anglosajones y protestantes, la parte excelsa de la etnia nacional, según dicen los mismos WASPs) les cuesta horrores digerir que su próximo number one, el que va a sentarse cuatro años encabezando reuniones en el Salón Oval, el dirigente más poderoso del planeta, dependa para su elección de doscientos votos en un estado lleno de hispanos y negros, un estado en el que una criatura llamada Elián desató una tormenta que ahora se revuelve dentro de las urnas, un estado que es sinónimo de sol, descanso y retirement, pero que nada que ver con Washington, el Capitolio, los vericuetos del poder y las barras y estrellas. ¿Y ahora qué va a pasar? Los mercados están inquietos, dicen los diarios especializados. ¡Qué curioso, por estos lados también! Otros braman: ¡El mundo necesita saber quién sucederá a Clinton!. El presidente, mientras tanto, como una viva revancha de su despedida forzosa, se deleitaba con un chiste casi menemista: “Bueno, si no se ponen de acuerdo esos dos, tendré que seguir yo”, dijo, mientras inflaba un carrillo con la punta de la lengua, un típico gesto que sus connacionales llaman tongue in cheek. ¡El recuento, el recuento!, braman los de Gore, sabiendo que en los condados discutidos hubo muchos que votaron por error a Buchanan, que nunca en su vida pensó sacar tantos votos en una tierra tan poco afecta a sus preocupaciones ultras, porque hay demasiado sol y calor para esos dramas. Recount, ya ass, responden groseramente los del partido republicano, azuzados por tanto lobby tabacalero y armamentista, que no ven el momento de volver por sus fueros. Y todo amenaza con hacerse una interminable cadena de instancias legales, como ocurrió, hace meses apenas, con el caso Elián. Sin contar con que también pueden ser decisivos los votos de ultramar, los que mandó la gente que está en submarinos y barcos, cuidando la invisible paz del Medio Oriente, vigilando que no haya cortocircuitos en la península de Corea, espiando alguna recaída de Khadafy, volando por rutina entre Italia y la desintegrada Yugoslavia. Como un gigantesco partido de béisbol –esa gran pasión americana que ellos mismos denominan “el pasatiempo nacional”– , las elecciones del martes pasado terminaron empatadas en carreras al terminar los nueve innings, y ahora están en los extras. Que, igual que en el juego real, nunca se sabe cuántos son o serán. En teoría, al menos, un partido de béisbol puede ser eterno. Este escrutinio, en cambio, tiene un aparente plazo: Una semana no más, como bramó el domingo el New York Times. ¿Le harán caso, o también empezará a correr para el veterano diario la súbita incredulidad que ya azota a la CNN? (*) Director Periodístico de EL PUBLICITARIO