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Alberto Borrini |

La ética de los anuncios (2)

En la primera parte de esta columna llegamos a la conclusión, después de analizar el contenido de la publicidad a través del cristal de la ética, de que los principales responsables de los anuncios y las campañas no son los publicitarios sino los anunciantes, que no sólo los firman y los pagan, sino que además apuestan en ellos el desempeño y la reputación de sus marcas, además de la imagen de la

La ética de los anuncios (2)
El aviso publicado hace unos días por la Cámara Argentina de Anunciantes, según el cual “en publicidad, el fin no justifica los medios” y “que los principios estén primero es responsabilidad de todos”.
Esto no exime a los publicitarios de su responsabilidad en el campo específico de la comunicación, y en su carácter de asesores de sus clientes. Vale aquí aplicar una vieja frase de Peter Drucker: “El marketing mueve productos; la comunicación mueve personas”. En las acciones comerciales el cuidado de la imagen suele ser relegado a un segundo término, cuando se lo considera, pero en verdad no hay mayor capital para el anunciante, porque la destrucción de una fábrica se puede solucionar, con la valiosa ayuda de los seguros, más rápidamente que el deterioro de la credibilidad y la reputación, que exige un gran esfuerzo en dinero y más que nada en tiempo. La historia especializada abunda en ejemplos de firmas que se han malogrado, o tenido que remontar esforzadamente una empinada cuesta, debido al descuido de este aspecto esencial de su gestión. Pero en verdad la ética de los anunciantes va más allá del contenido de los anuncios. Su responsabilidad social alcanza también al respaldo implícito que los anuncios representan para los programas en los que se insertan. Si pensamos que un anuncio es una casa, los programas pueden asimilarse al barrio, y es sabido que el mejor edificio no luce y hasta llega a confundir en un vecindario que no está a su mismo nivel. Por supuesto, la primera responsabilidad por los programas es de las emisoras que los producen y emiten, a su vez sujetos a regulaciones oficiales que, en todos los países, velan por los derechos de los espectadores. En Francia funciona un Consejo del Audiovisual que es muy riguroso en su misión de control, y en España las regulaciones son las más estrictas de Europa en materia de defensa de la competencia. Pero los anunciantes a su vez deben ser conscientes de que al financiar programas groseros u ofensivos, los están refrendando y blanqueando. Si además estos programas desentonan con sus valores y principios, están dando un mensaje por lo menos confuso al mercado y a la comunidad. En los Estados Unidos, los anunciantes de manera colectiva han llegado a boicotear los programas más violentos con algún éxito, porque obligaron a los productores a suavizarlos. Ciclos tan famosos en la década del ’70 como Starsky & Hutch, por ejemplo, tuvieron que emplear menos las armas y los puños y conversar más. Esta medida impulsó además la creación de series más inteligentes, con personajes más complejos y amables, como el detective Columbo y el policía Kojac. No es una lucha fácil, que conduzca a resultados seguros y duraderos. La televisión maneja fundamentalmente dos variables, que suelen alternarse en su programación: la violencia y el sexo. Cuando se consigue hacer bajar uno, sube el otro. Pero esto no debería desalentar a los profesionales más conscientes de su responsabilidad social. Una cuestión vinculada con lo dicho anteriormente es la potencial contribución de los anunciantes a la saturación publicitaria. Una empresa que asume la importancia de la comunicación en todas sus formas, y la conveniencia institucional de extremar los recaudos para optimizarla, tampoco puede exponerse a compartir el banquillo de los acusados de programas cuyas tandas publicitarias son excesivas, agobiantes, que transgreden las leyes y que producen fastidio o rechazo al espectador. Este aspecto (¿se puede llamar ecológico?) de la publicidad televisiva constituye un problema creciente en casi todo el mundo, debido a la conocida tendencia de los anuncios a no dejar espacios vacíos. No hace mucho, un conocido periodista norteamericano encontró un mensaje comercial pegado en una banana, no acerca del mismo producto, sino de otro distinto. Irónicamente, se felicitó de que aún no pudieran pautarlos en el interior de la fruta. Pero si yo estuviese en los zapatos de un anunciante de prestigio, tomaría la broma muy en serio y evitaría que mi marca se expusiera a tales riesgos. La saturación publicitaria es una de las mayores amenazas que se ciernen sobre la imagen de la actividad. Los anuncios nos están siguiendo a todas partes, y últimamente asoman hasta en los baños públicos; un restaurante de Washington compró un lugar sobre los mingitorios que, según el agente que se lo vendió, tiene el privilegio de absorber la atención exclusiva y excluyente del cliente durante X cantidad de segundos. Los anunciantes y los publicitarios deberían cuidar este aspecto. En las calles, este desborde suele acentuarse, debido a la proliferación de las marquesinas comerciales que compiten con los carteles autorizados por los códigos municipales, y dan pie a denuncias sobre contaminación visual que preocupa a los profesionales del medio. Mi opinión es que no hay mayor garantía, en el espinoso asunto de la ética publicitaria, que la redacción de códigos de conducta por los propios operadores –anunciantes, publicitarios, mass media-, cuyo cumplimiento es asignado a las estructuras de autorregulación. Nuestro país cuenta con esos códigos, producidos por las respectivas entidades de las agencias, los medios y los anunciantes. Durante mucho tiempo estuvieron unificados y funcionaron razonablemente bien y, lo que no es menos importante, demostraron que las infracciones son la excepción, no la regla; en las décadas del ’70 y ’80 las objeciones no pasaban de 10 ó 15 por año, de las cuales sólo había que proceder en 4 ó 5 casos, impulsando el levantamiento de los anuncios cuestionados. Pero a medida que los anuncios, influenciados en parte por un contexto cada vez más transgresor de los medios, sobre todo de la televisión, se volvieron más audaces, surgieron desavenencias no tanto por la redacción de los códigos sino por el rigor con que debían aplicarse. La Comisión de Autorregulación, en la que inicialmente convergían los intereses de anunciantes, agencias y medios, se fracturó. Hoy cada parte tiene sus propias leyes, aunque no es utópico pensar que vuelvan a unirse con un objetivo común. Los códigos de las distintas asociaciones no son muy diferentes. Se refieren a la ética de los contenidos, y hacen especial hincapié en la publicidad dirigida a los chicos, y la de los productos conflictivos: cigarrillos, bebidas alcohólicas, etc. Los medios gráficos en los países más desarrollados están incorporando la figura del ombudsman o defensor del público, que recogen y analizan públicamente las quejas y pedidos de aclaración de los lectores. La mayoría, además, tiene Libros de Estilo que encuadran la tarea de editores y redactores. En televisión, un caso ejemplar es el servicio internacional de la BBC de Londres, cuyo director, Mark Byford, de paso por Buenos Aires hace unas semanas, dijo que “cuando una persona entra a trabajar a nuestro medio lo primero que le decimos no es “Felicitaciones”, sino “Aquí está el código de ética”. La finalidad de la autorregulación no es, como creen algunos, implantar una censura privada, voluntaria, es decir una odiosa autocensura, sino evitar la regulación oficial, mucho más temible por depender en último término de la interpretación del gobierno de turno. Un anuncio publicado en los diarios por la Asociación Argentina de Agencias, hace tres o cuatro años, informaba que la Comisión de Etica de la entidad había nacido para “cuidar expresamente que los contenidos y las formas de los mensajes publicitarios estén en concordancia con las normas éticas y morales que el consumidor merece y, cuidando también la imagen de los anunciantes a quienes las agencias asesoran”. El mensaje mencionaba a todos los miembros, las principales firmas de publicidad del país. La Cámara Argentina de Anunciantes, a su vez, maneja un código similar, cuya aplicación fue confiada a un grupo de prestigiosas empresas. La Cámara realizó en noviembre del año pasado la Primera Jornada sobre Ética y Comunicación con la colaboración de la Universidad Argentina de la Empresa, de la que participaron entre otros profesionales, Edmundo Rébora, presidente de la Asociación de Radiodifusoras Privadas Argentinas; Julio César Saguier, titular del directorio del diario La Nación; Luis M. Castro, presidente de Unilever Argentina ( el mayor anunciante del país ); Miguel Daschuta, presidente de la Asociación Argentina de Agencias; Pedro Rojas, secretario de la entidad organizadora y varios periodistas: Nelson Castro, Mariano Grondona, Alfredo Leuco, José Ignacio López y el autor de esta columna. Actuaron como moderadores Luis Ibarra García, Miguel Ritter, Nelson Pollicelli y Remo Entelman. La Jornada alcanzó una gran repercusión, especialmente entre los jóvenes, y disparó la realización de reuniones similares en varias capitales del interior del país, demostrando que el tema de la ética está en el centro mismo de la preocupación de los empresarios y comunicadores. Hace unos días, la Cámara publicó anuncio con este título: “El ejercicio de la libertad de expresión comercial en un marco ético consensuado”, en el que recuerda que “En publicidad, el fin no justifica los medios”, y que “Ni la circulación, ni el rating justifica los medios”. La palabra “consensuado”, con la experiencia autorregulatoria acumulada hasta ahora, es muy importante, y entronca con esa “diplomacia” de las comisiones de ética que mencionamos en la primera parte de este trabajo. Es preciso lograr, a través de la comprensión recíproca, que todos los actores se involucren en la observancia de ciertos principios básicos, aunque para ellos se deba ser flexible con otros menos significativos. Los avisos mencionados demuestran claramente que los anunciantes y publicitarios más responsables, y también los medios con sensibilidad social, comprenden que está en juego no solamente el bienestar de los distintos públicos, objetivo principal, sino además la imagen de la publicidad, que actualmente es muy positiva y que debiera ser cuidada como un bien precioso por todos los operadores.