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Redacción Adlatina |

Hipercomunicados

La Tercera Ola del teléfono celular ya está entre nosotros. Derribando mitos, cambiando costumbres y, sobre todo, haciendo un formidable ruido. Pero se dice que habrá sobrevivientes.

Hipercomunicados
Por Edgardo Ritacco (*)
Allá por 1990, el teléfono celular era un objeto deseado y exótico. Los muy pocos que tenían uno cargaban con el artefacto –del tamaño de un zapato 44, gris, pesado y antiestético– con un orgullo desbordante. Hablaban a los gritos por la calle, moviendo los brazos, y lanzaban risotadas estentóreas que producían en el interlocutor –del otro lado de la línea y esgrimiendo un aparato común– una ligera sensación de perplejidad. Ya a mediados de la década, el teléfono celular se había multiplicado bastante, pero seguía constituyendo un símbolo de status. Los conductores sacaban el codo por la ventanilla del auto e inclinaban ligeramente la cabeza hacia afuera, cuestión de que nadie dejara de advertir que estaban utilizando el mágico adminículo, en lugar de limitarse al prosaico arte de manejar un vehículo por las sencillas calles de Buenos Aires. Para ese entonces, la invasión ya había provocado variadas reacciones, y no precisamente a favor. Sonaban inesperadas llamadas en los cines, justo en el momento en que el protagonista hallaba a la mujer de sus sueños en brazos de algún intruso, lo que desataba chistidos y gritos en la airada platea. Otros silbaban con brío en medio de las multitudes callejeras, todavía no del todo habituadas, como hoy, a esa irrupción sonora a toda hora y lugar. Y muchos más chillaban uno tras otro, insufribles, en las filas de los bancos, hasta que llegó un día la prohibición de usarlos en esos ámbitos, aunque no precisamente por protección auditiva.. En los tradicionales cafés porteños, el paisaje bucólico de las mesas de madera gastada y la boiserie de las paredes contempló, ultrajado, cómo sus ocupantes, desde las mesas, comenzaban a dar interminables órdenes a sus secretarias, en la voz inconfundible del que habla por teléfono, tan diferente en tono y volumen a la del que está hablando con un amigo para proponerle un negocio o contarle la última conversación con su jefe. Porque al celular se le habla de otra forma. No hay gestos para reforzar a las palabras, no hay mohines ni pucheros, no hay guiños de complicidad ni figuras especiales dibujadas por los labios. La oralidad debe hacerse cargo de todo lo demás. Como en la radio. Y entonces, el tipo levanta la voz. Y hay quienes gesticulan, aun sin esperanzas, sabiendo que nadie va a ver ese gesto de bola redonda que forma con las manos. Pero que a él se le escapa porque al hablar también se está convenciendo a sí mismo. Como muchas veces pasa. Hoy, generalizado hasta el hartazgo, el celular asoma con la misma intrepidez en la sala VIP de un aeropuerto y en un colectivo repleto que circula por una calle del centro a las horas pico. El atildado señor de la VIP dirá, con un imperceptible engolamiento de voz, “ah, sí, Juan, estoy saliendo en diez minutos para Frankfurt, a mi vuelta hablamos”, mientras el otro se empeña en recordarle que no podrá liberarse tan fácilmente de decidir cosas muy domésticas en su tierra natal. El tipo del colectivo, con una mano asida temblorosamente en un altísimo pasamano y la otra compartiendo el peso del maletín y la pequeñez del celular –todo a la altura de la sien–, clamará innecesariamente “aquí estoy, cruzando la Nueve de Julio, por Tucumán... y sí, creo que voy a llegar a las seis y diez... ¿cómo? no te escuché bien ¿qué venís a qué...?” Una verdadera explosión femenina ha invadido también las calles con minúsculos aparatos pegados a la oreja, esquivando escollos y empellones, algunas con gesto dulzón, por motivos imaginables, y otras contando cosas con una vehemencia capaz de sobresaltar al más pacífico de los viandantes. Es que el maravilloso transmisor electrónico de chismes de fin de siglo ha reemplazado muchas reuniones tête à tête, visitas imprevistas y otros incordios de la antigua vida social de los humanos. El teléfono móvil está acabando, además, con muchos mitos del pasado. Por ejemplo, por su culpa ya no se puede argumentar con demasiada seriedad “no voy a estar en toda la tarde en la oficina, llamame mañana a eso de las once”. Lo mismo rige para aquella veterana excusa de “andaba por la calle y no tenía un teléfono para comunicarme con vos”. O para los súbitos desperfectos del auto, si uno sabe que el otro es un fanático del movi y que no se apartaría de él por nada del mundo. Ni siquiera queda la piadosa explicación de haber escuchado los mensajes del contestador recién por la noche, porque los celulares tienen el propio grabador, y muchos también pueden levantar los mensajes dejados en la casa del sujeto. Entonces, acorralado por la tecnología, inerme ante la digitalización, nuestro hombre apela al recurso extremo: desconectar el aparato. De ahí en más, una voz de mujer repetirá aquello de “está apagado o fuera del radio de servicio”. Y el tipo no podrá evitar hacerse fama de amarrete (por eso del ahorro de pilas) o alimentar leyendas sobre escapadas subrepticias “fuera del radio de servicio”. Esta Tercera Ola de la movilmanía asoma también con otras novedades, todavía incipientes en la Argentina, pero que, como dicen por el Norte, “han llegado para quedarse”: entre otras, la mortífera combinación entre el teléfono e internet, con su inevitable recepción de e-mails y otras yerbas. Pero –curiosamente– el hombre y la mujer de hoy, más comunicado que nunca, sufrirá cada vez más cuando quiera escuchar una voz humana que le responda “¿qué desea?” al llamar, por ejemplo, a un banco o una empresa de tarjeta de crédito. Lo atenderá una máquina, deberá marcar más de una docena de dígitos, recordar ocho variantes del menú, elegir uno, arrepentirse, teclear mal un número, hacer clear, llamar otra vez y preparar con más vigor su dedo índice. Tal vez en ese momento, su omnipotente aparato quiera tomarse un descanso y le conteste con un sonido de “ocupado”. Y aquí comenzará otra historia, un poquito más tumultuosa. (*)Director Periodístico de la revista EL PUBLICITARIO