Publicidad > Argentina | REFLEXIONES LIGERAS
Redacción Adlatina |
¡Ma sí!
Esta vez, en su columna semanal, Ritacco la emprende contra los cultores del “masomenismo”, tan abundantes en estas tierras y en los tiempos que corren. Que pueden convertirse en personajes peligrosos para quienes confían en sus juicios y sus empeños.
Por Edgardo Ritacco (*)
Hay gente que dice que hacer las cosas bien lleva el mismo tiempo que hacerlas mal.
No es verdad. Todo el mundo sabe que insume más tiempo y más ganas. Capacidades aparte.
Pero los argentinos somos expertos en el acomodado arte del chapuceo. Nos encanta hacer las cosas “de taquito”. (Como si jugar “de taquito” fuera tan sencillo).
Por este asunto del chapuceo nos hemos vuelto una raza peligrosa. Es famoso ese chiste del tipo que va al infierno y elige la sección que está regenteada por argentinos: el gas que produce el fuego se corta todos los días, el portero se queda dormido y se puede salir de noche, y así todo por el estilo.
Por eso, ante la perspectiva de gastar algunos cientos de neuronas para resolver un intríngulis, muchos de los nuestros sacan a relucir la frasecita mágica:
“¡Ma sí!”
Frasecita que viene acompañada, desde hace añares, por otras que podrían denominarse “de apoyo”:
“Total, no pasa nada”.
“Debe andar por ahí”
“Non calentarum, largum vivirum”.
El devoto cultor del “Ma sí” tiene una herramienta sagrada que guarda celosamente en su cajón más privado: el masomenómetro.
Que, como se puede intuir, es un pequeño artefacto de generoso índice de error, emparentado con otros objetos místicos como la brocha gorda, el folklórico tun-tun y el olfatógrafo.
El masomenómetro tiene, como virtud suprema, ahorrar pasos fatigosos tales como la comprobación matemática, la quemazón nocturna de pestañas y el perfeccionamiento profesional. Es muy frecuente sentarse frente a un tipo que, a la hora de las precisiones, comience a recitar cosas como estas: “El olfato es la gran herramienta, la única que no se equivoca. Si una cosa no me pega en el estómago, ya sé que no sirve, aunque me vengan con tomos y tomos para explicarme lo contrario”.
Pero detrás del innegable gancho que tienen esos argumentos, no suele haber más que puro facilismo. Non calentarum, largum vivirum. Está bien igual. Total, ¿quién lo sabe?
El cultor del “Ma sí” ha acuñado un argentinismo mezcla de latín y samba brasileña: el matto grosso. Que no es una selva, sino la versión norteña del grosso modo. “Esto medirá, matto grosso, 50 metros”, dice el audaz. ¿Qué importará si después son 52, 47 o 60? Ya lo dijo aquel filósofo de tierra adentro: Casas más, casas menos, igualito a mi Santiago. Otro pagará la factura por la diferencia.
Los argentinos –sin generalizar, claro– piensan de sí mismos que son una luz. Han hecho un culto reverencial de la viveza desde su tierna infancia, cuando escuchaban de sus padres frases colmadas de cariño ancestral como “Avivate, gil. No te dejés pisar por esos babiecas”, mientras partían con la mochila a cuestas a la escuelita de la vuelta. Y ser vivo, cuando los años empiezan a sazonar la vida, equivale, entre otras cosas, a no calentarse. “No jodas, che –dice el chusco, espantando a un compañero de trabajo fastidiosamente detallista–. Esto siempre se hizo así, y nunca se quejó nadie”.
Porque otro gran aliado del “masista” es justamente el statu quo. ¿Para qué exprimirse los sesos si se puede aplicar sobriamente la parte izquierda del cerebro y dejarse llevar mansamente por los usos y costumbres? Y, en el fondo, ¿para qué arriesgar? (¿Cuántos días faltan para el fin de semana, dicho sea de paso?)
Es curioso, pero los fervorosos adherentes del chapucerismo suelen convertirse en rígidos censores de quienes deben hacer trabajos para ellos. Con ojos y oídos bien acostumbrados a las excusas (que practican a diario), se plantan frente al mecánico de su auto vigilando el punto exacto de la afinación que le han hecho a su motor, examinan celosamente las bujías para ver si el otro las ha cambiado realmente o si las limpió con arena para “tragarse” unos pesitos; clavan la vista sobre platinos y cables, hurgan en el carburador para ver si la limpieza ha sido noble o sólo un lampazo trucho. Porque a él no lo van a pasar los masomenistas, qué va. Entre bomberos...
Estos seres son particularmente peligrosos cuando tienen que registrar pedidos, reclamos, o mensajes urgentes que deben ser trasladados a la perfección porque el tiempo se acaba y no hay retorno. “Déjelo en mis manos, yo me encargo”, tranquilizan ominosamente al otro. Y si ese “otro” se atreve a dejar caer un “¿Se va a acordar, no?” (al solo efecto de que le presten algo más de atención a su caso), nuestro hombre simula un pequeño ataque de ultraje: “Pero por supuesto, por supuesto... Es mi trabajo”.
Muy lindante con el tradicional chanta que alguna vez personificó Fidel Pintos, pero sin pretensiones de sabihondo ni de influyente, el “masista” navega por el mundo con el único objetivo de “ir tirando” sin transpirar mente y cuerpo con trabajos y empeños que otros se toman para cumplir con lo suyo. Inagotable a la hora de pedir favores y excepciones (producto, a menudo, de su dejadez, que les hizo saltear trámites y detalles), el personaje sobrevive a las rigideces de un mundo globalizado sin sacar los pies del plato pero sin gastar una neurona de más.
Eso sí: los otros, que se cuiden. Porque el tipo detesta a los irresponsables. En voz alta y cada vez que sea necesario. Guarda.
(*) Director periodístico de El Publicitario.