Publicidad > Argentina | REFLEXIONES LIGERAS
Redacción Adlatina |
La palabrita
En el interminable proceso post electoral de Estados Unidos, entre la catarata de palabras escritas
y pronunciadas por miles y miles de protagonistas, hubo una muy pequeña, un humilde monosílabo, que fue la reina de todas las peleas, interpretaciones y juicios que agitaron al país. Una palabrita a la que sólo la Corte Suprema volvió a sumir en el anonimato del que nadie pensaba iba a salir un día
Por Edgardo Ritacco (*)
Ahora que Estados Unidos logró dilucidar, de alguna manera, las elecciones más reñidas de su historia, queda una catarata de notas, reflexiones, quejas, bloopers, rencores y felicidades destinada a la historia o al cesto de los papeles. Pero entre tantas palabras dichas y escritas, entre tanta fraseología aguda destinada a captar voluntades o modificar actitudes, una palabra, una modestísima palabra, se consagró como el factor clave de toda la pelea por la presidencia del país más poderoso del planeta.
¿Cuál es, preguntan? ¿Se animan a adivinarla?
Por ejemplo, ¿la W del candidato Bush? No. Tal vez fue la rival más cercana, pero no. La W alcanzó para designar al aspirante republicano, seguramente por tratarse de la única diferencia nominal entre el ahora presidente electo y su padre. Todos, propios y extraños, lo llamaron W. (Al menos, en Estados Unidos. Porque para las cadenas informativas regionales, en idioma español, fue desopilante la variedad de versiones que tuvo la ajetreada consonante: desde nuestra sencilla “doble ve” hasta la “doble u” de los más proclives al anglicismo –por aquello de double-u–, la “v doble” –que también apareció con generosidad– y hasta la muy española “uve doble”. Todo un retrato del caos que vive el idioma español en su extensa área de influencia).
Pero no. La W, pese a su brillante carrera, no fue “la” palabra de estas reñidas elecciones.
¿Alguna otra favorita? Recuento, dirán otros. Recount, en inglés. Cierto, al recuento se lo nombró millones de veces. Estaban los que querían el recuento a ultranza: recontar en un condado, recontar en varios, recontar en toda Florida. Y los que se negaban de plano: al estilo del ventajero “yo canté primero”, que utilizan los chicos por estos pagos, los republicanos se crucificaban en el camino para impedir que se recontara nada más. “El pueblo ya votó. Terminemos de una vez con esto”, gruñían. La Suprema Corte les dio la razón.
Pero el recuento, pese a su carrera rutilante, tampoco fue la humilde palabra ganadora.
Porque ese lugar quedó reservado para un insignificante monosílabo, de reminiscencias africanas (aunque nada que ver en su contenido semántico): el modesto chad. Que no es otra cosa que el pequeño recorte redondo y olvidable que produce cualquier máquina agujereadora cuando traspasa un papel, un cartón o una cartulina con sus cuchillas redondas. Ese que se junta debajo de la máquina, y que siempre termina destinado al tacho de basura. Un hermano pobre del chispeante confetti, o papel picado.
Pero la minúscula palabreja tuvo su mes de gloria. Dejó la ignominiosa trinchera del anonimato para convertirse en la pieza central de todos los tiras y aflojes de abogados, políticos, funcionarios, candidatos y jueces de la Florida, que esta vez fue como decir de todo Estados Unidos.
Porque los votos impugnados por mal funcionamiento de las máquinas perforadoras (usadas para votar en Florida, como herramienta bastante atrasada, en lugar de otros sistemas mucho más sofisticados que se utilizaron en el resto del país) tenían como denominador común ese problema: perforaciones a medias, perforaciones que nunca llegaron a serlo del todo, insinuación de perforaciones.
Hubo miles de papeletas que tenían, junto al nombre del candidato Al Gore, el pequeño redondelito sin extraer, y por ello imposible de contabilizar por la sufrida máquina a la hora del escrutinio. Ese chad recibió, en el mes largo de la indefinición electoral, distintos nombres que aludían a cada uno de sus estados “de salud”. Un “dimple chad”, por ejemplo, fue un chad ligeramente ahondado, que delataba la intención del votante, pero que no servía para ser reconocido por la máquina a la hora de contar. Un “pregnant chad”, o chad preñado, fue el redondelito panzón, que tampoco dejó el cartón y, por ende, no sirvió para ayudar al candidato elegido. Y los burócratas post comiciales también hablaron de “swinging door chad” (algo así como un chad tipo puerta giratoria), que fue el que estaba liberado de dos polos, pero adherido de los otros dos (imaginando que el chad tuviera norte, sur, este y oeste). Y hasta apareció un “tri chad”, al que sostenían tres de los cuatro polos.
¿No parece un delirio? El autor de esta columna puede asegurar que está escribiendo estas líneas con absoluta seriedad, sin inventar un ápice. O un chad.
Este circulito ya había debutado en líos y problemas electorales en California, hace casi veinte años. En ese estado, ante tanto chad panzón y remolón, tuvieron que hacer el famoso recuento. Nadie se arrojó al medio del camino para evitarlo. Claro, no había tanto en juego. Ahora fue distinto: dejen que el chad preso siga preso, dijeron por allí. A nadie se le ocurra desprenderlo, o interpretarlo. Porque en un recuento como el que pedían los demócratas se iba a hacer precisamente eso: tratar de “descifrar” la intención del voto, al margen de que el famoso redondelito se haya desprendido o no de su cartulina materna.
El asunto fue tan tragicómico que un funcionario judicial de la Florida, en medio de una discusión con sus pares, llegó a decir: “En Palm Beach no cuenta la preñez. Solamente la penetración”. Todos los presentes juraron que, tras decirlo, mantuvo su rostro inmutable, pese a las connotaciones no precisamente jurídicas de la frase.
La Corte Suprema americana terminó abruptamente con la carrera meteórica de los chads. Ordenó que nadie los analizara, los psicoanalizara o los reinterpretara. Todos, en sus múltiples variantes, preñados, hundidos, giratorios o ligeramente huérfanos, se quedaron en su sitio de invalidez. Y de esta historia extraña, protagonizada por una palabra que vivió días de Cenicienta, surgió el nuevo presidente del país más poderoso de la Tierra.
(*) Director Periodístico de EL PUBLICITARIO