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Redacción Adlatina |
El VP de la Academia Argentina de la Publicidad, Miguel Daschuta, reflexiona sobre cómo la publicidad argentina puede convertir un desafío en oportunidad.
Por Miguel Daschuta
Después de más de cincuenta años trabajando en la publicidad, aprendiendo, observando y acompañando sus transformaciones, sigo convencido de algo esencial: las ideas verdaderas son las que tocan, emocionan y dejan huella.
Hoy la inteligencia artificial irrumpe como una nueva frontera, una herramienta poderosa que cambia la forma en que pensamos, producimos y comunicamos. Pero el desafío no es resistirla, sino aprender a convivir con ella.
Si su expansión es inevitable, la mejor respuesta —especialmente desde la Academia Argentina de la Publicidad, es descubrir y estimular sus usos más positivos.
La IA puede ser aliada si la pensamos desde lo humano: si la orientamos hacia la creatividad, la sensibilidad y la ética que siempre distinguieron a la buena comunicación.
La IA es excelente para producir muchas variantes rápidas, pero solo las personas pueden juzgar qué idea emociona, sorprende o conecta culturalmente.
No deberíamos aceptar el primer resultado “bonito” que nos da una máquina: hay que curar, editar, desafiar y combinar lo que entrega.
La inteligencia creativa no está en el código, sino en el criterio.
Los modelos de IA están entrenados para reconocer patrones. Eso los hace buenos para lo predecible, pero menos para lo disruptivo.
Si los usamos solo para ganar eficiencia, corremos el riesgo de repetir fórmulas.
En cambio, podemos aprovecharlos para explorar combinaciones improbables, inspirarnos en referentes lejanos o descubrir errores felices que disparen nuevas ideas.
La homogeneización no solo viene de la tecnología: también de los equipos que piensan igual.
Sumemos perfiles distintos —creativos, tecnólogos, sociólogos, filósofos, artistas— para reinterpretar lo que la IA propone.
La Academia puede ser un espacio ideal para fomentar el encuentro interdisciplinario, donde el algoritmo sea un punto de partida y no la respuesta final.
Si medimos solo clics o costo por impacto, la IA optimizará para eso y nada más.
Pero si premiamos campañas por su impacto cultural, su aporte ético y su sensibilidad, las herramientas tendrán que alinearse a esos valores.
Los grandes premios internacionales, como los de Cannes, nos recuerdan que la publicidad más memorable no se mide solo por resultados, sino por la emoción y la audacia de su mensaje.
Las nuevas generaciones deben aprender a ver la IA como herramienta de exploración, no como un atajo para producir contenido genérico.
Laboratorios creativos con IA pueden enseñar a mejorar una propuesta inicial, no a aceptarla tal cual.
El desafío no es reemplazar el trabajo creativo, sino enriquecerlo con nuevas perspectivas.
Pensar hacia arriba significa usar la IA para ampliar nuestra imaginación, no para reemplazarla.
Porque detrás de toda gran idea publicitaria, esa que conmueve, sorprende o queda en la memoria, siempre hay algo que ninguna máquina puede producir: talento, pensamiento, tiempo, cultura, conocimiento, experiencia, dedicación y pasión.
Son esos condimentos los que dan sentido a nuestro oficio y los que deben seguir marcando el rumbo, incluso y especialmente en esta nueva era.
Si mantenemos vivos esos valores, la tecnología será un trampolín, no un techo.
Y la publicidad, la buena publicidad, seguirá encontrando su valor no en los algoritmos, sino en la emoción que despierta y la verdad que transmite.
Manifiesto para seguir creando
La creatividad no nace de un algoritmo.
Nace del talento que imagina,
del pensamiento que busca,
del tiempo que madura las ideas,
de la cultura que las alimenta,
del conocimiento que las sostiene,
de la experiencia que las pule,
de la dedicación que insiste
y de la pasión que las enciende.
Si esos condimentos siguen vivos,
la tecnología será aliada, no amenaza.
Porque la publicidad, cuando es verdadera,
sigue siendo —y seguirá siendo—
un acto profundamente humano.