Palabra prestigiante de estos tiempos, la interactividad le ha puesto una capa de barniz a antiguas cosas de la vida, o un relumbrón de prestado a ciertos objetos de nueva data.
Por Edgardo Ritacco (*)
Hará un par de semanas, en un encuentro casual con el Moro Figueras –un sujeto de avería que es adictivo, porque ningún amigo puede prescindir de él– escuché por primera vez de su boca esta pregunta:
– Y vos, ¿cuánto tiempo le dedicás a la interactividad?
Tuve un ataque de perplejidad. ¿Qué me estaba diciendo ese tipo?
– Pero claro, che, ahora todo depende de eso –me aclaró enseguida, como para quitarme la angustia–. Menos interactivo sos, menos vivís. Fácil.
Faltaba que dijera “y si no vivís, fuiste”. Pero me las arreglé para cambiar de tema y dejar ese asunto en el freezer.
Claro que ahí no se terminó todo. A partir de ese momento, escuché hablar del “tiempo interactivo personal” en otras ocasiones, en labios de gente más versada que el Moro, y la cosa se volvió preocupante. “Yo ya no soporto las cosas que te vuelven un robot –pontificaba el otro día un atildado experto en marketing que ahora ostenta en su tarjeta un abundante título, information risk manager–. La gente tiene derecho al ida y vuelta. Es la única defensa que nos queda en estos tiempos de masificación”.
Me quedé mirándolo. ¿Qué nuevo verso se estaba gestando en estos mundillos urbanos, esta mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, como un día los definió Discépolo con notable economía de palabras? ¿Cuánto de realidad y cuánto de cuento hay en este acné de interactividad que ya tiene a todos brotados sin compasión?
En cualquier tiempo ha habido actividades y palabras prestigiantes. En una época era imprescindible ser empírico, después fue muy aconsejable la multifuncionalidad, más aquí se endiosó sin atenuantes a todo lo que fuera global y ocurriera en tiempo real. Hoy la que ha heredado esa condición de varita mágica semántica es la interactividad. Como hubiera dicho Landrú en los años `60, todo lo interactivo es in, y todo lo que no lo es –aunque fuese un humilde y austero pan de campo– quedará irremisiblemente en el reino de lo out. El resultado es previsible: se está poniendo la etiqueta de “interactivo” a infinidad de cosas que no lo son, al menos en los dos sentidos que le reconoce a la palabra la autorizada Universidad de Oxford: que haya dos o más personas o cosas intercambiando elementos, o, ya en el reino específico de la computación, que exista una continua transferencia en ambas direcciones entre una computadora y la persona que la está utilizando.
Pues bien, como hoy lo que no es interactivo es insanablemente viejo, estructurado u obsoleto, uno tropieza todos los días con multitud de engendros bendecidos con la palabra de moda. O, lo que es más gracioso, con objetos que la humanidad conoce desde hace muchos años, y que uno descubre ahora que son interactivos.
Por ejemplo, ¿qué cosa sería un libro interactivo? No imagine demasiado: un libro que contiene problemas o tests, cuya solución figura en el final del texto, recibe hoy ese pomposo nombre. Uno podría deducir, no sin sorpresa, que el viejo Manual de Ingreso que todos usamos alguna vez para entrar a la escuela secundaria era interactivo, porque cumplía con ese requisito. ¡Interactividad en los años 50 o 60, quién lo hubiera dicho!
Y así como libros interactivos, hoy se pueden encontrar –hurgando apenas un poco– walkmans, revistas, menús de restaurantes, negocios de venta de antigüedades, abrochadoras de papel, tabletas de chocolate, llaveros y sonajeros interactivos, entre miles de otras cosas. Suponga, por caso, que usted se pone a leer algún menú, encuentra una comida que le place, llama al mozo y le pide que modifique la receta, para poner, digamos, cebollas de verdeo en lugar de apio, y ciboulettes en lugar de ajo. Ahí tiene usted un menú interactivo. ¿Entendió?
Y si no se convenció, recuerde ese llavero que llegó a tener sus quince minutos de gloria en la televisión, que contestaba al silbido de su dueño con un ruidito de alegría, producto, seguramente, de la dicha de haber encontrado otra vez a su amo. Interactivo, el llavero. El ida y vuelta al que la gente tiene derecho, como diría el information risk manager.
Hay, por ejemplo, una herramienta que permite a dos personas intercambiar con gloriosa eficacia sensaciones, vivencias y opiniones, con un mínimo de hardware y sin mayores desembolsos en software, ya que este último se puede ir “bajando” a lo largo de los años, sin temor a que la versión no pueda ser actualizada por alguna maniobra del fabricante. Es, decía, una herramienta interactiva por excelencia, y sólo deja de funcionar cuando las dos partes han decidido desinstalarla. Se llama conversación, y no necesita de rótulo alguno para seguir funcionando a full, aun en estos tiempos de escaso tiempo libre. Y bien, si a alguien le preguntan –como decía al principio– “cuánto tiempo dedicás a la interactividad”, ¿podría incluir en ese rubro al viejo arte de charlar con un amigo a la vuelta de la esquina?
Por supuesto, abunda la publicidad interactiva. Alguna lo es, pero en la mayoría de los casos se trata de apenas un maquillaje de añejas técnicas de convencimiento. Que muchas veces ni siquiera llegan al fantástico nivel interactivo que tenía aquel juguete intelectual de décadas atrás, el “cerebro mágico”, que maravillaba a chicos y grandes con la sencilla lamparita que premiaba con su luz a la respuesta correcta.
En algunos sitios de Internet ya se están ofreciendo “cementerios interactivos”. Maravillosa idea para morir en paz, y también para hacer visitas simplificadas al difunto, sin moverse de la computadora. Uno se asoma al lugar, envía flores virtuales (con aroma a elección y colores personalizados), musita una oración en homenaje al finado (no incluida en la oferta), oprime respetuosamente el enter y entrecierra los ojos mientras el nicho cibernético se va esfumando en la pantalla. ¿Se necesita un ejemplo mejor para entender cómo la interactividad está resolviendo la vida de los mortales?
(*)Director Periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.