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REFLEXIONES LIGERAS

¿Mantenga distancia?

No toda la comunicación es verbal. Hay una ancha franja que no se maneja con palabras, pero que tiene una contundencia que muchas frases bien elaboradas envidiarían. De todo este mundo alternativo, la distancia que mantienen entre sí los interlocutores es una de las facetas menos exploradas y más apasionantes del estudio de las comunicaciones.

¿Mantenga distancia?
Por Edgardo Ritacco (*)
A veces, ciertos detalles en la vida de relación pasan inadvertidos a nivel consciente, pero son decisivos cuando se trata de preferir a alguien sobre otro. Uno de esos detalles decisivos es lo que los estudiosos de la comunicación humana llaman el código proxémico. Que no es otra cosa que la distancia que pone un individuo, conscientemente o no, con su interlocutor, su acompañante, su vecino de mesa o de asiento. Flora Davis, una estudiosa de estas cuestiones, contaba hace más de 30 años una historia muy particular y graciosamente exagerada. Decía que una vez un latino y un norteamericano se pusieron a conversar en el extremo de un corredor de 10 metros. A medida que avanzaba la charla, el latino iba dando pasos hacia adelante, y el otro le respondía dando pasos hacia atrás, manteniendo la distancia. Al final, remataba la profesora Davis, los dos individuos, casi sin darse cuenta, desembocaron con su charla en el otro extremo del corredor. ¿Qué había ocurrido? Que se cumplía, una vez más, la regla de que un latino suele mantener una distancia menor en la relación personal que un anglosajón (o nórdico en general), de la misma manera que un árabe mediterráneo se ubica aún más cerca de su interlocutor que los propios latinos. ¿Notó que alguna vez calificó de pesado a alguien a quien penosamente se pudo sacar de encima, una persona que lo había estado agobiando por su tendencia a abalanzarse sobre usted, e inclusive a tocarlo esporádicamente con sus manos, como para asegurar la eficacia del mensaje? Y bien, ese pesado probablemente no tenga tanta culpa; sólo que el hombre tiene un código proxémico distinto al suyo y no salga favorecido, precisamente, con esa característica. De la que tal vez nunca se dé cuenta, dicho sea de paso. Pero este asunto de la proximidad (impuesta, tolerada o buscada) de un individuo con respecto a los demás mortales se ha estudiado con minuciosa precisión desde hace décadas. Ahí está el ejemplo del doctor Edward T. Hall, un experto en estas cosas, quien reveló en su libro The Silent Language que los seres humanos se ubican entre sí en cuatro distancias fundamentales: la íntima, la personal, la social y la pública. Cada una de ellas, a su turno, tiene un par de variantes, con lo que su clasificación se eleva a la módica suma de ocho “medidas”. La íntima, como las otras, se divide, para el enjundioso doctor Hall, en próxima y remota. La íntima próxima es la mínima distancia posible: aparece en el amor, la lucha, los abrazos de protección, afecto o consuelo, e incluso la que separa a los pasajeros del metro en las horas pico. En todas estas posibilidades la palabra no juega un rol principal; por el contrario, cualquier susurro produce el efecto de aumentar la distancia. La distancia íntima remota es de apenas entre 15 a 55 centímetros. Se habla en tono muy bajo, casi un cuchicheo. Más que para informar algo a alguien, la palabra actúa como disparador de sensaciones o como un mero recordatorio para el otro. Entramos ahora al reino de la distancia personal. También aquí míster Hall distingue entre próxima y remota. La distancia personal próxima (50 a 70 centímetros) es la primera en la que puede verse el rostro de la otra persona sin distorsión visual. Es una distancia en la que se puede sujetar o asir a una persona. Más o menos es la que se mantiene en los cócteles, donde se conjuga lo personal con un cierto toque (verdadero o ficticio) de intimidad, o de una relación conducente hacia ella. La distancia personal remota separa a los protagonistas entre 70 centímetros a un metro veinte. Todavía el otro está al alcance de la mano, pero para ello habrá que extender el brazo. Dicen los expertos que este umbral es el último en que puede plantearse una dominación física, en sentido estricto y material. Pero esta distancia es muy versátil: mientras permite conservar cierta autonomía personal con respecto al otro, también posibilita cierta privacidad en la conversación, tomando ciertos recaudos. En la distancia social próxima (de 1,20 a 2,10 metros) hay un caso patético: el del jefe que le habla al empleado (el jefe de pie, el empleado sentado a su escritorio), lo que le permite ejercer mando y dominio. Esto ya no ocurre en la social remota (de 2,10 a 2,70 metros), que se reserva para los encuentros sociales y de protocolo. Por último, los seres humanos pueden mantener la llamada distancia pública. En la variante próxima (de 3,70 a 7,50 metros) se utiliza la voz alta, aunque no al máximo volumen. La persona, en esta posición, tiende a hacer una cuidadosa selección de sus palabras y una estructuración más esmerada de sus frases. Es la situación habitual del profesor y sus alumnos en la clase. Se alcanzan a distinguir sus gestos, que a menudo se utilizan para una mejor comprensión de lo que está diciendo. En cambio, la distancia pública remota (la mayor de todas) es la que mantienen los actores en el escenario con relación al auditorio, y la de los dirigentes políticos en sus discursos. Muchas veces, la eficacia de los mensajes orales debe ser reforzada por gestos ampulosos, impensables en las distancias más normales de relaciones humanas. * * * De todo lo anterior se pueden extraer algunas conclusiones. Por ejemplo, que la famosa “cuestión de piel”, a la que tanto se acude para explicar ciertas incompatibilidades difíciles de explicar racionalmente, tal vez no sea muchas veces un choque de químicas epidérmicas, sino la incomodidad resultante de diferentes códigos proxémicos entre dos individuos. Por otra parte, no en vano los especialistas han ubicado a este tema dentro del ancho paisaje de la “comunicación no verbal”, la comunicación que no pasa por las palabras. Vital alternativa de la verbal, en ella cambian los códigos pero no el mensaje. Pero en estos tiempos en que las palabras han sufrido tanto desgaste (sobre todo por su uso abusivo en los medios), los gestos siguen conservando la contundencia de los orígenes, y muchas veces valen por mil palabras. Sobre todo si se tiene en cuenta a qué distancia del interlocutor se los ha hecho. (*) Director Periodístico de EL PUBLICITARIO.
Redacción Adlatina

Por Redacción Adlatina

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