Se da por sentado que, como dice la famosa sentencia, “una imagen vale más que mil palabras”. No conozco a nadie que se haya tomado el trabajo de contarlas, pero me parece que la imagen visual, a la que se refieren todos, tiene un prestigio superior al que realmente se merece. Como el mes de septiembre, que pasa por la viva imagen de la primavera pese a que tiene más de veinte días de invierno.
Sea como fuere, las palabras, lejos de amilanarse por la desventaja numérica de su equivalencia, están vigentes y hasta se las utiliza, a veces inapropiadamente, con la expresa intención de provocar un impacto similar al de las imágenes cuando éstas no están a mano o no pueden ser intercaladas en el discurso. En estos casos las palabras valen más por lo que evocan que por lo que significan.
No es un problema insignificante, por cierto. Creo que fue Montaigne quien dijo que la peor de las transgresiones es la del lenguaje. Pensaba, seguramente en que por emplearlas mal, o no emplearlas en absoluto, es decir, por soslayar la comunicación, comienzan los enojos, los enconos y los odios que, cuando se dan entre países, suelen desatar las guerras.
Hace poco, mi colega Ángeles Caprese publicó en el diario
Las palabras, como se ve, distan de ser inocentes o inofensivas. Personalmente vengo notando el empleo fuera de lugar, sobre todo por líderes políticos, de una palabra de gran envergadura, “genocidio”. Es una de las preferidas del presidente venezolano Hugo Chávez en sus reiteradas diatribas contra George W. Bush, su par de Estados Unidos. Todavía sonaba lejos, pese a su eco en los diarios de todo el mundo, pero este año llegó a nuestro país, empleada también desmesuradamente, por el titular de
Para rechazar públicamente una de las primeras medidas del nuevo gobierno de
No veo relación alguna entre los atroces genocidios perpetrados contra el pueblo armenio o la persecución de los judíos por el nazismo, y una medida burocrática que, acertada o no, merecía ser tratada con más responsabilidad por sus críticos.
No está hoy de moda la consulta al diccionario antes de decir, o escribir, una palabra de uso poco común, para cerciorarse de que se la aplica correctamente, pero me parece que en este caso de poco hubiera servido el esfuerzo. La intención de Moyano al emplearla fue la de ganar los titulares de los periódicos de cualquier manera, algo que evidentemente consiguió.
Guerras de frases
Pese al indudable papel protagónico de la televisión en la comunicación moderna, sobre todo en las campañas políticas, la palabra hablada o escrita no ha caído en la obsolescencia. Todo lo contrario; una década atrás, Eulalio Ferrer, uno de los más prestigiosos comunicadores hispanoamericanos, escribió un libro titulado acertadamente “De la guerra de clases a la guerra de frases”.
Las campañas electorales que desembocaron en las elecciones de noviembre último en nuestro país se valieron y hasta abusaron de las frases. Frases que, por momentos, debido al grado de violencia verbal que las caracterizó, sonaron como puñetazos.
Las palabras superan a las imágenes en la comunicación “boca-a-boca” ( o como realmente habría que llamarla, “boca-a-oreja”). La transmisión de las imágenes a los que no las vieron necesita una explicación en palabras; éstas, en cambio, tienen un enorme poder de síntesis y basta con repetirlas.
De lo que se desprende que si queremos verdaderamente entendernos, y poner las cosas en su lugar, tanto en la política como en otras actividades, debemos aprender a emplear las palabras apropiadamente.
Los anunciantes y los publicitarios lo saben o lo intuyen; son conscientes de la fuerza de las palabras con que se expresa una marca o se crea un eslogan. No hay empresa hasta que no se la nombra; es el comienzo de la construcción de su identidad.
Pero no sólo del nombre se trata en las modernas sociedades de la información y de los mercados ultracompetitivos. Porque, ¿qué imagen podría haber hecho mejor el trabajo realizado por eslóganes tan movilizadores como, por ejemplo, el “Just do it” de Nike?. Donde más cuentan las imágenes es, obviamente, en los comerciales televisivos, pero son pocos los que pueden darse el lujo de concluir el mensaje sin la mención de la marca, y a veces también del eslogan, en grandes letras de molde.