Relaciones complejas
Por Edgardo Ritacco, director periodístico de Adlatina
(columna publicada el 18 de mayo de 2007)
El hombre se inclina ligeramente hacia delante. La charla ha concluido. Fue, como muchas veces, en los mejores términos. Pero faltaba el toque final.
–“Ah, una cosita. No lo tome a mal, pero me gustaría que me mandara la versión final del reportaje antes de que sea publicado. Por las dudas, vio?”.
El periodista lo mira con un inmenso aburrimiento. La escena no le resulta para nada novedosa. Pero no por eso deja de incomodarlo. Piensa: es como si alguien visitara por primera vez a un dentista y antes de abrir la boca, le pidiese ver el diploma analítico de todas las materias de su carrera.
El reportero intenta evitar el mal trance. Argumenta –muchas veces con razón– que en su lugar de trabajo le han prohibido mostrar los trabajos antes de que aparezcan en su medio. Pero el gerente, o director creativo, o de marketing, o de lo que fuera, de la empresa o la agencia, que lo mira a través del escritorio, tiene la suficiente cuota de inseguridad encima como para atender razones.
–“Sin el OK del directorio la nota no puede salir”, rezonga con voz casi gutural, consciente de que lo sostiene una cuerda delgada, y de que no le asisten derechos para su exigencia.
El periodista sabe perfectamente el porqué de su negativa. Los textos que tantísimas veces han ido a parar a manos de los entrevistados -y otros “controles” corporativos-, suelen volver repletos de correcciones, no ya de nombres, apellidos o marcas, sino también de palabras y frases que los Catones de turno consideraron mejores por razones de estilo. (Cosa que, previsiblemente, casi nunca se comprueba en los hechos).
Aparte de esos ajetreos -ahora algo más ágiles gracias al uso del e-mail-, el ida y vuelta de textos periodísticos es fatal para los tiempos de cierre, produce inevitables malos entendidos y –sobre todo- actúa en detrimento de la integridad de la labor periodística.
Porque el texto “revisado” vuelve “lavado” a su redactor, casi sin excepciones. Desaparece de él todo vestigio de sana agresividad en las preguntas y, por supuesto, regresa blanqueado de todo intento de audacia en las respuestas. En la mayoría de los casos, es el temor o la inseguridad del propio entrevistado el que tacha parte de lo que horas antes había dicho; la ley parece ser: en caso de duda, lávese. En lugar de una respuesta como “Ese ciclo ya se considera terminado. Ahora apuntamos a una política diferente para la empresa”, aparecen primorosamente versiones como “A nivel corporativo estamos haciendo un balance de todo lo realizado desde hace cinco años hasta el presente. No descartamos algún ajuste en un futuro más o menos mediato”. Blah.
De más está decir que la nota, a esa altura, ya se había convertido en un brebaje insípido sin el menor interés para el lector.
Un país sin cifras
Otro aspecto importante que juega en contra de la calidad periodística en temas económicos o publicitarios es la rigurosa falta de datos que rodea a toda la actividad, con escasas -y honorables- excepciones. Datos básicos e imprescindibles como el costo de una campaña, los detalles de la inversión en medios o el precio final de un comercial, se han convertido en zona minada. El entrevistado suele fruncir visiblemente el ceño al escuchar el reclamo y de inmediato abrir los ojos y alzar las cejas, como si la pregunta rondara la física cuántica. Hasta que se decide a hablar.
–“No, esos datos no los tengo. Realmente, por tratarse de ítems no habituales, la compañía nunca los hace públicos”.
El redactor recuerda cantidad de artículos de revistas como Advertising Age, por ejemplo, que contienen un dato concreto tras otro -aquella regla del periodismo norteamericano que hablaba de en cada línea un dato, en cada párrafo un concepto- y suspira hondo, evocando aquella corrosiva frase de “es lo que hay”.
A lo largo de muchos años de este tipo de entrevistas, el hombre recuerda respuestas aun más “imaginativas” para salir del brete. Un importante director general creativo le dijo, tiempo atrás, con cara de fingida resignación: “Por ese dato que me está pidiendo, mi compañía pagó una cantidad de dinero. No veo por qué deba ahora ahorrarle esa inversión a la competencia”.
¿Será por este tipo de razones, o lo que hay detrás de ellas, que siempre resultó tan difícil hacer un ranking creíble de facturación de agencias con sólo algunas honrosas excepciones?
Misterios de pacotilla
Una vez, tras el lanzamiento de una gaseosa, un directivo del fabricante dijo en un reportaje que el nuevo producto era “un poco menos gasificado y un poco menos dulce” que el resto de la competencia directa. Por lógica, su entrevistador quiso saber en qué proporción se habían reducido sus niveles de gas y azúcar. “Ah, no –replicó con gesto sombrío su interlocutor. Esos datos forman parte del secreto industrial. Como usted comprenderá, yo no puedo revelarlos en un reportaje”. Lo que en realidad comprendía el cronista era que regatear esos datos, tan fáciles de conseguir por la competencia -que, de hecho, los venía manejando desde antes del lanzamiento-, era una nítida muestra de actitud mediocre de gestión.
El panorama también se complica desde otros ángulos. A la relativa claridad que existía tiempo atrás en materia de comunicaciones de cambios y ascensos en los staffs, le siguió últimamente la aparición de una zona gris en la que no está claro quién debe comunicar y qué cosa a la prensa. De esa forma, mientras algunos celebran descorchando champagne su nuevo escalón en algún organigrama, otros azotan poco después al teléfono bramando contra el periodista que se limitó a publicar la humilde gacetilla en la que se comunicaban esos descorches. Cada vez con más frecuencia, anunciantes, agencias, productoras y consultores de medios hacen “la suya”, sin una combinación mínima del timing y el contenido de los mensajes. Como se sabe, las furias de todas las partes terminan desatándose sobre el desprevenido periodista.
Como se ve, los chispazos entre entrevistadores y entrevistados ya no se suscitan en torno a cuestiones importantes, como por ejemplo la violación al off the record o la tergiversación de las noticias. Ahora se va imponiendo una competencia de vanidades, inseguridades y asincronías que generalmente tienen a los periodistas como convidados de piedra.
Lo malo es que se está haciendo costumbre.