Medios Argentina

EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI

Antonio Carrizo: Memoria y nostalgia de la buena radio

El columnista de Adlatina homenajea al mítico conductor radial Antonio Carrizo, fallecido el pasado viernes. Carrizo es uno de los grandes exponentes de la era dorada de la radiofonía argentina. Será por eso que Borrini lo define como “un maestro inolvidable”.

Antonio Carrizo: Memoria y nostalgia de la buena radio
“Carrizo ayudó a que se cumpliera la visión de McLuhan, quien definió a la radio como ‘el teatro de la mente’”, dice Borrini.

No quiero dejar pasar la ocasión de señalar cuánto ha significado, para las personas nacidas en su misma década, la de 1930, la figura de Antonio Carrizo. La generación de la radio. No sólo para los millones que, en todo el país, disfrutaron los programas que condujo o presentó, sino también para los especialistas en comunicación, como yo, que compartimos su mirada sobre el medio que más amó. Carrizo ayudó a que se cumpliera la visión de McLuhan, quien definió a la radio como “el teatro de la mente”. Él ayudó a que se convirtiera en una inmensa y agradecida platea, donde los jóvenes de mi generación encontrábamos, con sólo mover el dial, todos los espectáculos, informaciones y entretenimientos.

Por azar conocí personalmente, si puede llamárselo así, a Antonio en mi adolescencia, entre 1948 y 1949, cuando él comenzaba a darse a conocer con el nombre artístico que lo haría famoso en todo el país. Formado en las propaladoras de su ciudad natal, General Villegas, en las que educó su voz y su dicción, llegó a las grandes ligas de la radio en 1948, donde escaló rápidamente posiciones desde las modestas suplencias de locutores más conocidos hasta ser ascendido, en siete años, a jefe de programación de Radio El Mundo. Me entero de estos detalles por la excelente y conmovida despedida que acaba de tributarle, en las páginas del diario La Nación, el colega Marcelo Stiletano.

Dije que lo conocí por azar. En esa época, Carrizo vivía en uno de los barrios enlazados por el ferrocarril San Martín, no sé si Devoto o alguna otra estación cercana a la que yo bajaba, Sáenz Peña. Varias veces, coincidíamos en regresar a casa desde Retiro, en el último tren; él al cabo de una jornada de trabajo, y nosotros, mi hermano y yo, después de asistir a una velada teatral y comer algo en las inevitables Las Cuartetas.

En una Buenos Aires con menos gente, viajábamos pocas personas a esa hora, y era fácil conversar con los vecinos de coche. Carrizo todavía era poco conocido por el gran público, pero yo era fanático de la radio, pasaba varias horas diarias escuchándola, y para mí los que formaban parte de ese mundo mágico, del que apenas conocíamos sus voces pero cuyas fotos aparecían, embellecidas en la revista Radiolandia, casi estaban al nivel de idolatría de las estrellas de Hollywood.

No podía siquiera imaginar, entonces, que veinte años después tendría la oportunidad de conversar largamente con Carrizo en algunos de sus programas sobre la reinvención constante de la radio, y sobre otro tema que nos unía, la lectura. Tema que también me vinculó con otro grande del medio, Hugo Guerrero Marthineitz, el “peruano parlanchín”, que desafiaba a su audiencia con largas lecturas de libros que el locutor elegía.

Con Carrizo compartíamos, sin saberlo, una entrañable relación que también rescató Stiletano: el publicitario Mario Castignani, responsable del lanzamiento radiofónico de Antonio, y admirado por mí por su ingenio inacabable. El medio favorito de Castignani era la radio, que frecuentaba como publicitario y también como creador de programas a medida de los clientes de su cartera. En 2006, fui uno de los que tuvo el gusto de votarlo para obtener el premio Golden Brain a la trayectoria personal y profesional, otorgado por la Fundación Atacama.

Stiletano deplora, con razón, que Carrizo no haya confiado al libro, precisamente él, sus memorias radiofónicas, pero quizá no resulte tan paradojal. Siempre se consideró un charlista, género al que no concedía el mismo nivel que los libros en los que invertía todos sus ahorros, primero como lector y luego como aplicado coleccionista de primeras ediciones.

Es una lástima, en verdad, porque la vida profesional de Carrizo coincidió con épocas doradas de la radio y, en menor proporción, con la TV, que cimentó su popularidad. Le tocó presentar ciclos inolvidables de grandes artistas populares, y a grandes orquestas como las de Aníbal Troilo y Carlos Di Sarli; frecuentó a Monzón, y asistió al único recital que dio en Buenos Aires Pablo Neruda. Hincha declarado de Boca, tenía tanta amplitud de criterio que a la hora de nombrar a los futbolistas que más lo impresionaron no tuvo empacho en mencionar a Amadeo Carrizo, a Labruna y sobre todo al “Charro” Moreno, un jugador que consideraba insuperable. La última figura de esa estirpe, para él, fue “La bruja” Verón.

 

Sí, es una lástima que no haya confiado al registro  eterno del libro sus mejores charlas, pero acaso debemos  aceptar que los recuerdos de Carrizo no fueron sólo de él.  Han pasado a integrar la memoria colectiva, imborrable, de miles de oyentes que necesitamos un solo cabo para desenrollar el entrañable ovillo de la nostalgia de manos de un maestro inolvidable.

Alberto Borrini

Por Alberto Borrini

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