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REFLEXIONES LIGERAS

Incontinencia verbal

A modo de elixir mágico, muchos creen que inundando todo con palabras se solucionan falencias, endebleces y cortedades. El resultado es una invasión de peroratas que está creando cada día más anticuerpos en los sufridos oyentes de discursos y palabreríos varios.

Incontinencia verbal
Por Edgardo Ritacco (*)
No sé si advirtieron que, últimamente, las conferencias de prensa, cócteles de presentación de productos y reuniones de relaciones públicas se han convertido en interminables competencias de palabras, de discursos estirados al infinito y de redundancias al por mayor. Es como si los tiempos de crisis económicas desataran, junto a tantos efectos no deseados, una fiebre verborrágica con la que tal vez se intente compensar la cortedad de recursos y las rigideces de los ajustes monetarios. Claro, la excesiva verba no suele reemplazar a la contundencia de los fondos, aunque el comentario suene a crudamente materialista. Las largas peroratas de ejecutivos y directivos varios sólo consiguen agotar la paciencia de sus obligados oyentes. Cualquiera que haya sufrido en carne propia esos avatares lo sabe muy bien. Desde tiempos remotos, el hombre ha reflexionado duro y parejo en torno a los efectos del habla cotidiana. Pero muy pocos han seguido el sano consejo de Charles Colton: “Cuando no tengas nada que decir, no digas nada”. Es cierto que el que calla, otorga, pero esto sólo se produce en casos muy determinados. En circunstancias normales, en cambio, el que calla, ahorra. Aquella idea tan conocida (y antigua) de que “el hombre es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios”, tiene pocos seguidores en esta sociedad superparlante. Para tanto orador descarriado vendría muy bien repasar aquella frase de Andrew Prior: “El que habla más es el que tiene menos que decir”. O detenerse un instante en la impecable sencillez de aquella idea de Dennis Roch: “Si le toma demasiadas palabras explicar lo que tiene en mente, piénselo otra vez”. Entre los principales pecadillos de los oradores improvisados de hoy en día figura el de la repetición. Como generalmente los mensajes giran en torno a un punto convincente, éste se convierte en un látigo que azota una y otra vez a los que, con o sin ganas e interés, están siguiendo el discurso y deseando que llegue el final. “Vuelvo a reiterar”, dice el individuo, sin advertir que está cometiendo una penosa redundancia entre volver y reiterar. “Me gustaría insistir en un aspecto”, amenaza enseguida, para desazón de su auditorio. Otro fenómeno inquietante se produce cuando varios integrantes del directorio de la empresa organizadora tienen intenciones de dirigirse a los presentes, cada uno con su primoroso speech de ocasión. El resignado oyente descubre enseguida que todos le dirán lo mismo, con muy ligeras variantes: uno contará la historia de la compañía, otro enfocará la parte financiera (contando la historia de la compañía), otro se volcará a las bondades tecnológicas de sus sistemas (que se describirán contando la historia de la compañía), y así sucesivamente hasta acabar con las reservas anímicas de los circundantes. Se habla mucho y se dice poco. Ya advertía el valiente Giuseppe Garibaldi: “Prefiero la mano lista para actuar que la lengua lista para hablar”. Garibaldi –ya se sabe– descreía de los oradores. Pero sobre todo desconfiaba de los que intentaban serlo sin mérito suficiente. El flemático Lord Mansfield no andaba tan descarriado cuando recomendaba a sus amigos: “Decide rápidamente, pero nunca des tus razones. Tus decisiones pueden ser correctas, pero tus razones a menudo serán erróneas”. En fin, una versión anglosajona de la contemporánea exhortación “no aclares porque oscurece”. En esta época de vacas flacas y lenguas hiperactivas, la idea de que la imagen es más importante que la realidad se ha ido colando subrepticiamente en las mentes de muchos, haciendo que todo –empresas, personas, entidades– se vuelvan cada día más virtuales y menos tangibles; más orales y menos fácticas. De esa dictadura de la imagen han nacido muchas recaídas en el discurso indiscriminado. La fantasía de que todo se arregla con palabras tiene adeptos en todos los frentes de actividad. Pero, cuidado. La gente ya ha desarrollado anticuerpos para distinguir lo concreto de la vulgar sanata, lo auténtico de lo trucho, lo sustancial del simple piripipí. Y hasta el que más sabe debe tomar sus resguardos para no quedar desairado. Porque, como una vez aconsejó Lord Chesterfield, “sé más sabio que los demás si puedes, pero nunca se lo digas a ellos”. (*) Director Periodístico de El Publicitario.
Redacción Adlatina

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