El recurso de reírse a costa del ridículo de los demás no es nuevo, pero sus consecuencias se han agravado en los últimos tiempos. Una cuestión que merece más atención de la que normalmente se le da.
Por Edgardo Ritacco (*)
En la pantalla rectangular de la TV, un hombre camina por la calle, solitario y algo taciturno. De pronto, como cediendo a un impulso irrefrenable, empieza a rascarse con ferocidad la oreja. La misma mano se desplaza enseguida hacia la parte superior de la nariz para frotar con parecida fuerza al nacimiento de los ojos. Tal vez sobrevengan enseguida otros actos menos aceptados por los manuales de buenas costumbres: dedos en la nariz, en el interior de la oreja, detalles por el estilo. En el rostro del hombre no hay signos de culpa. Nadie lo ve, la multitud pasa indiferente a su lado, cada uno concentrado en sus pensamientos, o en alguna conversación alborotada.
Pero el hombre se equivoca. Lo ven. Y no una, sino miles y miles de personas. Porque en este momento lo está acompañando uno de los más indigentes productos de la imaginería televisiva: la cámara sorpresa. Inescrupuloso invento que lleva décadas de vida en la TV argentina y mundial, dirigido a divertir a multitudes de aburridos contempladores de la vida apantallada.
La cámara secreta llegó a estas playas allá por los ‘60, de la mano de Nicolás Mancera. No caben aquí los recuerdos almibarados del “todo tiempo pasado fue mejor”: aquella novedad que brotó con virulencia en los Sábados Circulares de la época fue tan penosa e intrusiva como la que hoy emerge del azaroso programa de Tinelli. El mecanismo era exactamente el mismo: burlarse del individuo anónimo, inmiscuirse en su privacidad, provocar la risa del que mira el programa desde su sillón preferido del living.
Y el motivo también era el mismo: la decadencia del verdadero humor, la falta de auténticos humoristas, el agotamiento de las ideas.
Hay dos clases de cámaras ocultas: las que rematan en una revelación del truco y las que se abstienen de hacerlo, refugiados en el anonimato de la operación. Entre estas últimas habría que distinguir otras dos categorías: las que apuntan a individuos en soledad –como el relato del comienzo–, y las que montan una mise en scéne para “estudiar” las reacciones de los incautos. Por supuesto, también existe otra variante igualmente clásica: la falsa sorpresa, cuando no sólo está armada y preparada la escena sino también la propia víctima, que sabe todo de antemano. En este caso, la supuesta sorpresa se reduce a un sketch de viejo programa humorístico.
Cualquier periodista o encuestador callejero conoce el novedoso síndrome que ha asaltado a los argentinos, y muy especialmente a los porteños: el temor a la cámara escondida. Más de la mitad de las personas abordadas en la calle para que respondan acerca de algún tema –no importa cuál– se detiene a hablar con un notorio gesto de sospecha en su rostro, mirando subrepticiamente a derecha e izquierda para descubrir la imaginada cámara oculta que los convertirá en objeto de risa de multitud de formadores de ratings, que celebrarán en pantuflas sus privadísimas tonterías callejeras.
Y el hombre o la mujer sorprendidos en la calle luchará contra dos sentimientos contradictorios: el deseo de responder la encuesta, incluso de aparecer en una fotografía “legítimamente” tomada por sus interlocutores, y, a la vez, el temor a ser “escrachado” por los modernos antropólogos del presente urbano.
Es curioso: en estos tiempos de evidente masificación –pese a los esfuerzos de quienes buscan diferenciarse y ser ellos mismos–, los medios de comunicación salen a “rescatar” seres del anonimato por medio de vías tan cuestionables como las cámaras sorpresa o las supuestas encuestas callejeras de la TV, que suelen editarse de forma tal que terminen demostrando la tesis de los conductores del programa, sin dejar, de paso, de ridiculizar a algún personaje “pintoresco”, cortando audio e imagen en el momento exacto para exacerbar su defecto o característica personal.
¿Quién no ha visto una y cien veces las clásicas encuestas de la televisión nativa cuando, por ejemplo, aumenta la nafta, y un cronista voluntarioso sale a recorrer la fila de autos que esperan su turno en la estación de servicio, para preguntarles a sus conductores “qué opinan de este aumento”? ¿O las esclarecedoras compulsas que indagan entre el público lo que piensan de “esta primavera que ha comenzado hoy, 21 de septiembre”? ¿O las sesudas preguntas de “cómo se defiende usted del frío, ahora que empezó el invierno”? Esto también es faltar el respeto al otro, al estilo de las cámaras sorpresa, aunque el escarnio no sea tan visible. Y es subestimar al televidente. Que, en muchos casos, ya ha claudicado frente a los mercaderes del rating y disfruta del ridículo del semejante.
No, si aquello de que la TV es el reflejo del país es rigurosamente cierto. ¿No le parece?
(*) Director Periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.