El ocurrente neologismo que acaba de poner en circulación el ex vicepresidente Chacho Álvarez se suma a una larga lista de ismos que jalonaron la historia política argentina.
Por Edgardo Ritacco (*)
Hace una semana, el ex vicepresidente Chacho Álvarez se quejó de ciertas actitudes de algunos miembros de su partido, y los acusó de un pecado: practicar el ombliguismo.
En pocas palabras, lo que había querido decir el hombre del Frepaso es que varios de los diputados de su partido se resistían a apoyar medidas solicitadas por el ministro Cavallo porque tenían la costumbre de mirar hacia su propio cuerpo, aislándose del mundo exterior. En la jerga vistosa del renunciante vice, ese defecto equivaldría a una actitud fetal, una suerte de aislamiento y cerrazón mental.
Pero lo que tal vez no pensó Álvarez es que con su calificativo contribuyó a engrosar la larga lista de ismos que jalona la política argentina desde tiempos remotos.
Dejemos de lado, en esta breve reseña, los ismos clásicos y absolutamente obvios: comunismo, imperialismo, socialismo, conservadorismo, entre tantos otros. También los que simplemente derivan de apellidos, como –en el caso argentino– peronismo, menemismo, alfonsinismo, yrigoyenismo, alvearismo, o, como ejemplos más recientes, delarruismo y cavallismo. Interesa aquí indagar en aquellos que fueron surgiendo de situaciones coyunturales de la política, y que los hombres públicos adoptaron de inmediato, porque servían para trazar líneas divisorias entre ideas y también entre intereses políticos.
En los viejos tiempos de la primera presidencia de Perón se acusaba a muchos enemigos de practicar el cipayismo. Curiosa palabra esta, que tuvo su origen histórico en los soldados de la India que luchaban a favor de los ingleses en tiempos del imperio británico, y que por extensión se aplica desde entonces para descalificar a todo aquel que es sospechado de simpatizante o colaborador del imperialismo, especialmente del “yanqui”.
Después, tras la caída del peronismo, se empezó a hablar de continuismo. Era el anatema predilecto de esos tiempos, y servía para pulverizar a los que se creía eran candidatos preferidos del régimen militar que depuso al líder justicialista. Arturo Frondizi hizo girar buena parte de su campaña electoral en torno de “la lucha contra el continuismo”, que veía corporizado en Ricardo Balbín y su fracción del radicalismo llamada, en ese entonces, Unión Cívica Radical del Pueblo. La palabra desapareció como arte de magia apenas se produjo la avalancha de votos peronistas que consagró a Frondizi en la presidencia, y no regresó nunca más al lenguaje político nacional. En su lugar se instaló otra: el desarrollismo.
En tiempos de la guerrilla se resucitó un viejo término de izquierda, el foquismo, que aludía a operaciones insurgentes localizadas en un punto geográfico concreto. Frente al foquismo se levantaron quienes preferían como método de lucha a la llamada “guerrilla urbana”. Tucumán fue el punto central del foquismo argentino. A los foquistas se los ha acusado muchas veces con otra palabra del mismo sufijo: mesianismo. Que no es otra cosa que una propensión a creer que alguien puede disponer del destino de todos por poseer una mentalidad más clara y superior.
Pero, violencia aparte, políticos de todos los colores se han quejado siempre de la práctica del gatopardismo, veterana expresión que proviene del no menos añejo refrán español “de noche todos los gatos son pardos”. En los momentos de gran confusión política –vísperas de golpes de estado, por ejemplo–, muchos aprovechan la escasa visibilidad para cambiar sus roles y actitudes, y de allí que se los acuse de hacer gatopardismo. Hay un curioso detalle: este refrán también existe en los países de habla sajona, pero con la diferencia de que, por aquellas latitudes, de noche todos los gatos son grises.
Y hablando de los golpes de estado: en todo el mundo se ha mencionado siempre al golpismo, en obvia alusión a los partidarios de un quiebre institucional por la fuerza de las armas. Frente a ellos se ubicaron siempre los legalistas, militares o civiles, que sin embargo nunca llegaron a tener en sus alforjas una palabra que finalizara en un ismo hecho y derecho. Las jergas tienen esas cosas.
Hoy está de moda hablar de fundamentalismos para englobar las actitudes extremistas e intransigentes en cualquier materia, pero muy especialmente en cuestiones políticas y religiosas. La palabra tiene una resonancia muy negativa, y ha desplazado a la más lineal “extremista”, de color más sesentista. Hay quienes hablan de los fundamentalistas del mercado, y consiguen enfervorizar a más de uno de sus oyentes, comprendan o no el significado de la expresión. Tal vez el origen contemporáneo del uso de esta palabra se ubique en la revolución que depuso al sha de Irán al terminar la década de los 70.
Los ismos partidarios
El seno de los partidos políticos es un verdadero caldo de cultivo para ismos de todo color y textura. Poco antes del ombliguismo de Chacho Álvarez ya se hablaba abundantemente del seguidismo, con el que se acusa a los que tratan de permanecer en el gobierno pese a ciertos desengaños ideológicos. Seguidismo es, para quienes utilizan el término, una forma despectiva de calificar a quienes consideran oportunistas y aferrados a los favores del poder. En este momento, entonces, ombliguismo y seguidismo parecen ser perfectos antónimos.
En los partidos también se habla mucho de internismo, que no es más que el exceso de esfuerzos por ganar posiciones en la estructura partidaria. Los que más se empeñan en esas labores son acusados de practicar el arribismo, una nada velada acusación de no reparar en medios para trepar en la pirámide partidaria, y que, por lo tanto, tiene como vocablo una fuerte connotación negativa. En cambio, cuando se quiere acusar a determinados grupos internos de ser renuentes a integrarse con otras agrupaciones del partido no hay mejor palabra que sectarismo, que evoca a la estrechez mental de una secta como metáfora de indudable contundencia despectiva. Sectarismo es una variante preferida a elitismo, porque ésta última no deja de tener un retintín positivo que el crítico prefiere evitar.
Frente al dogmatismo de algunos, otros prefieren enarbolar su pragmatismo, que a veces es interpretado como mero oportunismo. En el Congreso suele hablarse del obstruccionismo, objeción formal que se desploma sobre las bancadas que desaparecen a la hora de formar quorum para impedir la discusión o votación de las leyes.
Para la vieja y nunca desplazada obsecuencia, la imaginería argentina diseñó curiosas palabras también rematadas con el clásico sufijo. En tiempos de Alfonsín se empezó a hablar de sirraulismo, dedicado con ironía en el seno del propio partido radical a quienes consideraban seguidores incondicionales del presidente. Esa palabra se convirtió luego en el previsible sicarlismo, para los que jamás osaron discutir lo que decía el presidente Menem. Ignoro si en estos tiempos hay un equivalente para Fernando De la Rúa.
Los defensores del manejo económico por parte del Estado militan en lo que con dejo negativo se califica de estatismo, y también de dirigismo, frente al clásico liberalismo económico que se ha ido matizando con aderezos especiales: neoliberalismo. seudoliberalismo, liberalismo a ultranza, etcétera. Se habla de populismo para descalificar a las políticas demagógicas, y también de asistencialismo (más veces citado como defecto que como virtud).
En tiempos de las guerras mundiales se mencionó hasta el hartazgo el colaboracionismo francés frente al régimen nazi, el neutralismo de algunas naciones (entre ellas la Argentina) ante la guerra, y el aislacionismo que durante un tiempo intentó practicar Estados Unidos frente al resto del planeta.
Pero tal vez la palabra más insólita de todas las que terminan con el mágico sufijo sea una que brotó en estas tierras en las décadas del `20 y del `30: el antipersonalismo. Se entiende: eran los que se oponían al predominio absoluto de Yrigoyen en la Unión Cívica Radical. Pero si uno olvidara por un momento el contenido político del término, no podría menos que asombrarse de que un ismo sea dirigido, aunque sea etimológicamente, contra la persona humana. Queda como consuelo pensar que, tras la muerte del veterano líder, el término también se fue extinguiendo del lenguaje diario de los argentinos.
(*) Director periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.