Cuando en su país se acerca el Día del Padre, el columnista de adlatina.com decidió centrar su mirada en una prenda de la que se reconoce fanático. Borrini lamenta, de paso, que en la publicidad actual su popularidad no sea la misma de otrora.
“Una corbata bien anudada es el primer paso en serio que se da en la vida”, decía Lord Brummel, el famoso dandy inglés que en el cine fue personificado por Stewart Granger.
En vísperas del Día del Padre, me parece oportuno hablar de un producto que suele aflorar publicitariamente en esta ocasión: la corbata. Relojes, lapiceras de lujo y corbatas son el regalo más obvio, tanto que cualquier otro artículo que quiere proponerse como opción debe, obligadamente, hacer palanca en ellos.
Recuerdo especialmente un aviso publicado en los Estados Unidos por Chivas Regal, que desplegó siete modelos de corbatas, algunos deliberadamente extravagantes y todos evocadores de regalos rutinarios para el Father’s Day durante siete años consecutivos. En el último lugar, en vez de la octava corbata asomó una oronda botella de Chivas con este título: “La paciencia tiene su recompensa”.
Pero no fue sólo el inminente Día del Padre, ni mi fanatismo por una prenda a la que considero que se calumnia calificándola de “accesorio”, lo que me impulsó a escribir sobre el tema, sino también la noticia un homenaje a la corbata realizado hace unos días en Milán. Hubiera querido estar allí. La muestra abarcó una galería de retratos de personalidades que pasearon gallardamente la corbata por todo el mundo, y naturalmente, una colección de prendas firmadas por célebres diseñadores italianos: Zegna, Diva, Marinella, Battistoni y Bolgheri, entre otros.
La corbata tiene una ilustre prosapia; Lord Brummel, el famoso dandy inglés que en el cine fue personificado por Stewart Granger, el mismo de Scaramouche, decía que “la corbata es el hombre. Una corbata bien anudada es el primer paso en serio que se da en la vida”. Cary Grant la combinaba con el pañuelo volcado del bolsillo superior del saco, y como diría American Express, “nunca salía sin ella”. Alfred Hitchcock la convirtió en la clave de una de sus películas, “Frenesí”, y Charlot, miserable y remendado como era, llevaba bombín, bastón y vestía siempre corbata. Rodolfo Valentino fue otro de los usuarios famosos; en “Los siete jinetes del Apocalipsis” puso de moda un corbatín que, según la afiebrada imaginación de Hollywood, usaba el gaucho de las pampas.
La corbata está condenada
El problema es que los avisos de las corbatas nunca cuentan estas cosas. Otras prendas, en cambio, tienen más memoria. Hace unos años, cuando Gap lanzó una fuerte campaña para promover su modelo Khakis, compró páginas enteras en las mayores revistas para mostrar a famosos del mundo del arte y de las letras que usaban ese tipo de pantalones. La pieza que más recuerdo decía “Arthur Miller wore khakis”, al lado de una foto en sepia del escritor pateando una pelota.
Escribo estas líneas sin muchas esperanzas, porque para empezar los publicitarios de hoy no usan corbata ni camisa y sus esposas deben verse en apuros para elegir el regalo del Día del Padre. Pero más importante aún es que si es verdad que los publicitarios tienen que lograr una mínima identificación con el producto que le confían, la corbata está condenada de antemano.
No siempre fue así. Tiempo atrás, los jóvenes solían iniciar su carrera laboral como cadetes de oficina o, en el caso de la publicidad, de agencia. Yo no fui la excepción; antes de presentarme en mi primer empleo, mi padre me acompañó a comprar un traje, con camisa y corbata haciendo juego. Fue mi primer uniforme laboral, con el que todavía hoy me siento muy cómodo.
En publicidad, la corbata también era de rigor. Nadie iba a visitar un cliente sin saco y corbata, aunque siempre hubo gente que no le prestaba la menor atención, y otra que expresaba su buen gusto a través de esa prenda. Sin hurgar demasiado en mi memoria, recuerdo la estupenda colección de corbatas de Héctor Solanas; de los relacionistas que conozco, en este aspecto se distingue Julio Suaya.
Las estadísticas nunca fueron el fuerte de nuestro país; no ocurre lo mismo en Italia, donde cada italiano en edad de merecer corbata, de 18 años en adelante, tiene siete, y hay muchos que son dueños de más de cincuenta. Un escritor que no tengo el gusto de conocer, Andrea Pinkets, se ufana de poseer más de mil. Una frase suya lo pinta de cuerpo entero: “Un hombre puede ser hermoso como el Apolo de Belvedere, pero sin corbata siempre estará desnudo”.
Hace poco un modelo de General Motors se presentó en televisión como “El auto que se vende solo”. Esa frase también les cabría a las corbatas, porque si se siguen vendiendo no es precisamente por la publicidad que realizan sus fabricantes o vendedores. Fuera de las fechas mencionadas, sus avisos no cruzan las estrechas fronteras de las revistas sofisticadas o las que se distribuyen durante los vuelos internacionales, donde confraternizan con los perfumes, los pañuelos de seda y los licores más caros, pensando en la última escala comercial: el free shop.