Las palabras más frecuentes en publicidad son “gratis”, “nuevo”, “mejor”, “oferta” y últimamente “promo”. En diciembre se añade una más, “regalo”.
Florece en los anuncios de los grandes medios, en las vidrieras de los negocios, en los folletos de los supermercados y de las tarjetas de crédito. Está implícita en todas las imágenes de Papá Noel que se multiplican a esta altura del año.
Regalar es identificarse con el destinatario. Ernest Dichter, el famoso investigador motivacional, escribió que un regalo debe reflejar tanto la personalidad del que lo compra como la del que lo recibe. Y que cuanto más novedoso mejor, porque se entiende que el donante invirtió su valioso tiempo en elegirlo.
Marshall McLuhan, estoy seguro, pondría al regalo en la nómina de las extensiones nerviosas del hombre, junto al teléfono, los relojes, el automóvil y, más obviamente, los tradicionales medios masivos.
El repertorio de los regalos cambia con el tiempo y con el progreso económico de los países. Cincuenta, sesenta años atrás, hasta las marcas de cigarrillos publicaban anuncios para alentar a los consumidores a regalar cartones a sus amistades; en uno de ellos, que conservo en mi archivo, quien respaldaba el gesto era el mismísimo Ronald Reagan, cuando todavía brillaba en Hollywood. Hoy poner cigarrillos en el árbol de Navidad sería considerada una profanación similar a la consumada por la muestra de Leo Ferrari en Recoleta.
Entre los productos “para regalo” que superaron el paso del tiempo resaltan las corbatas, los relojes, los perfumes y los licores. Sus productores siguen concentrando buena parte del presupuesto publicitario anual en vísperas de las fiestas, pero en verdad la lista es mucho más amplia.
Lo imperdonable es regalar algo que no sea estrictamente personal. No causa buena impresión obsequiar a la esposa una batería de cacerolas, pese a la presión ejercida actualmente desde el canal Gourmet, o un juego de sábanas, aunque sean de Playboy. Esta falta de tacto está muy bien reflejada en un reciente anuncio de Soleil Factory, que muestra un tubo fluorescente con un adorno navideño. “Cualquier cosa con un moño no es regalo”, decía el título. ¿Quién lo duda?
Cuanto más rico es un país, más variado y refinado es el catálogo de regalos de fin de año. Las sugerencias que aparecen en las revistas españolas en estas semanas pueden deparar más de una sorpresa. Entre las ofertas del año pasado recuerdo especialmente un “Archivo de corchos”, así creo que lo llamaban, donde el interesado podía guardar los de los vinos que más le gustaron, junto al registro de la fecha en que los bebió, los nombres de las personas que lo acompañaron y, naturalmente, detalles precisos acerca del sabor, color, cuerpo y aroma. Era del tamaño de un cuaderno y costaba la bonita suma de 120 euros, casi lo mismo que un reproductor de DVD.
Un regalo solidario
La fenomenología del regalo se enriqueció días atrás con un soberbio chiste de Forges aparecido en el diario madrileño El País. Sobre un estante vacío, el cartel de promoción decía: “Regale nada en absoluto. Sólo por 1.500 euros”. El diálogo de los dos personajes que aparecían al costado completaban el tono metafísico del mensaje. El potencial comprador preguntaba: “¿Es digital o analógico?”. La respuesta del vendedor no desentonaba: “Ni sí, ni no”. Conclusión del comprador: “Fascinante”.
Lo traigo a colación porque, para mí, el chiste de Forges es casi tan revelador como una sesuda investigación de mercado acerca de las actitudes de los compradores de regalos, y no sólo en la afluente España actual.
Por un lado, confirma que cada vez es más difícil elegir un regalo, pese a aportes tan originales como el “Archivo de corchos”, y por otro, que el precio es esencial, tanto o más importante que el objeto. Nadie quiere recibir algo barato, o que lo parezca.
Pero creo que todavía hay cosas más mucho más concretas, menos costosas y hasta más originales para regalar que la sugerida por Forges. Por ejemplo, un libro. Parece un objeto familiar, pero resulta extraño en la mayoría de los hogares. Un vestigio de la apagada Galaxia Gutenberg. Una investigación que acaba de difundirse reveló que, en nuestro país, más de la mitad de la gente admitió no haber leído un solo libro este año. Sin embargo, como regalo, un libro dura más que una corbata y un perfume, y entona el espíritu mejor que un licor.
Una variante que acaba de ocurrírseme para sugerir a los publicitarios, es regalar lo que mejor saben hacer: un aviso. No un aviso como el que en los buenos tiempos solían publicar en los medios masivos con la firma de su agencia como broche de oro de un año inolvidable. Me refiero a un aviso solidario.
Un aviso para una causa de bien público. No es una novedad absoluta; durante la década del ’70, la revista semanal Mercado tomó la iniciativa de poner a disposición de los publicitarios, durante los meses de verano, una página por número y por agencia, para que publicaran un aviso en favor de una causa de bien público elegida por la publicación. Tuvo mucho éxito y, afortunadamente, fue imitada.
Lo que se sugiere hoy es algo diferente. Más recatado, menos público, pero también más servicial. Sólo hay que escoger una fundación, la parroquia más cercana, o la ONG de preferencia, contactarla, enterarse de sus problemas y regalarle un aviso para que pueda utilizarlo en la difusión de sus acciones, cada vez que consigue un espacio en un medio gráfico o radial.
En rigor, la sugerencia no está limitada a las agencias; también los anunciantes pueden plegarse a ella, en su caso encargando a sus agencias la creación del mensaje. Los que aprueben la idea hasta podrían auspiciar su publicación.
Regalar un aviso. Los interesados aún están a tiempo: el plazo vence recién el 6 de enero, día de Reyes. Pero podría extenderse a los meses subsiguientes. Lo realmente importante no es el imperativo del calendario ; para el ejercicio de la solidaridad, como decía un entrañable programa de televisión de los años ’60 o ’70, “todo el año es Navidad”.